Miro el vídeo subido a Youtube del que habla el periódico. Si no vemos los bloques y los parterres y las aceras junto a los chiringuitos del paseo marítimo de poniente, según se mira hacia el horizonte marino a la izquierda, esa cámara que captura la secuencia probablemente desde un edificio cercano, parece estar grabando uno de esos documentales de naturaleza de los que siguen poniendo en la sobremesa, tras el inmortal Jordi Hurtado y sus tarjetas llenas de preguntas, en La 2. Pero esos flamencos de flecos rosados que chapotean elegantes en la orilla sobre las leves olas que humedecen el rebalaje, esos que parecen filmados en la caribeña playa de Aruba, están en la playa de La Misericordia. La playa donde mi hermano y yo nos nadamos nuestra infancia en Málaga. La orilla desde la que mi madre nos llamaba para la merienda o desde la que nos gritaba que no nos fuéramos a lo hondo con la falda remangada y los pies desnudos metidos en el agua. La playa donde mi padre se nadaba la vida con nosotros sobre la espalda. Los flamencos chapotean en la misma playa, la misma orilla, las mismas olas leves sobre las que arrojamos sus cenizas aquella solitaria y fría anochecida de diciembre.

Ayer celebrábamos el Día Mundial de la Tierra y sus criaturas menos urbanas, ésas que se siguen despertando según el reloj de la Naturaleza, lo han comprobado como hacía décadas que no lo hacían. Jabalíes, patos silvestres, ciervos, flamencos se desnortan creyendo que en algunos barrios, en algunas carreteras, en algunas playas, ya no vivimos nosotros, quienes dominábamos el planeta hasta que un filamento de ácido ribonucleico, demasiado chico hasta para el microscopio convencional, nos ha confinado en nuestras celdas de la colmena global. Los bichos fuera, los humanos dentro.

La confusión reina. Desde la utilización de las mascarillas o los paseos con los niños al supermercado y al banco que inicialmente se estipularon, pasando por las no preguntas al señor guardia que dijo guardar lo que no se guarda, hasta lo de los miles de seguidores falsos del Facebook del Ministerio de Sanidad, la confusión baila agarrada al Covid-19 y lleva a los jabalíes a correr por las aceras del Limonar, a los patos a transitar las calles vacías de Teatinos, a los ciervos a correr alrededor de la Torre Eiffel y a los flamencos a creer a que la vida se ha vuelto tan rosa como ellos mientras chapotean al sol en la playa de las infancias de quienes nos criamos en algunos de los barrios más humildes de Málaga.

Es la confusión que provoca este bicho traicionero que se ceba en los indefensos, se aprovecha de la inacción y de la falta de elementos de protección y barrera de los sanitarios que lo combaten y de los ciudadanos que los transmiten sin parecer enfermos. La confusión que nos provoca la aparente fortaleza de algunas de sus víctimas. La confusión de no saber de verdad por no estar testados, ni la verdad ni nosotros, por no haber ni test ni credibilidad suficientes con qué testar. La confusión de estar como soñando lo que nos daña mientras miramos un vídeo de flamencos rosa chapoteando en la playa de La Misericordia...