Leí 'La última copa de Daniel Schreiber' (Libros del Asteroide, 2020). Es un libro necesario que se atreve a hablar de un tema tabú en nuestra sociedad: el alcoholismo. Un problema que es mucho más grave en países supuestamente más civilizados como EE. UU., Alemania y los países nórdicos, los mismos que hasta hace poco acudían a nuestras costas para tomar el sol y beber. No siempre en este orden.

España, destino de vacaciones.

Los seres humanos se intoxican desde siempre, con alcohol u otras sustancias, con la intención de alterar su estado de conciencia. Utilizamos el alcohol, una droga que paga impuestos, que nuestra sociedad tolera y bendice, para evadirnos después de la jornada laboral, para socializar en fiestas y reuniones, para subrayar un momento romántico, para inspirarnos y ser más creativos, para enfrentarnos a un conflicto, a un sentimiento.

Nos parece que haya sido así desde siempre. Tiene que serlo.

¿Y si hubiera personas que no pueden beber alcohol? Hay celíacos, intolerantes a la lactosa, alérgicos a los frutos secos…

Científicamente, el placer asociado al consumo del alcohol se produce por la liberación de dopamina. Es la respuesta de nuestro cerebro a una acción. Como todo lo que hacemos, tiene consecuencias. Nuestras neuronas, las pocas que tengamos, modifican su estructura. De forma irreversible, el alcohol deja grabado su paso, como cualquier otra sustancia, por nuestro cuerpo. Muchas personas ni siquiera lo notarán. Otras, aquellas propensas a la dependencia, desarrollarán una adicción.

El 15,4 % de las personas que beben alcohol ocasionalmente se convierten en alcohólicas.

Alcohólicos de puertas para adentro.

La última copa no habla del estereotipo del vagabundo con un cartón de vino. Y eso todavía lo hace más incómodo. Habla de personas que acuden a su trabajo, que comparten risas durante el desayuno, incluso a la hora de comer. Personas con las que, ¿por qué no?, tomas una cerveza a la salida del trabajo. Personas que necesitan su dosis diaria de alcohol para seguir funcionando. Algo que, dice Schreiber, nuestra sociedad ignorará mientras se comporte en público, mientras permanezcamos ajenos al dolor, la miseria, los efectos secundarios que esa persona provoca en sí misma y sus familiares.

Tocado.

Vivimos en una sociedad hipócrita, pero no suelen recordármelo de forma tan clara. Y acertada. Lo que no sabía, antes de leer La última copa, es que el alcohol es la droga más perjudicial tanto para sus consumidores como para su entorno más próximo.

Según un estudio británico, si tenemos en cuenta los problemas de salud, las enfermedades psicológicas o las consecuencias sociales y económicas, el cannabis puntúa 20 sobre 100, la nicotina y la cocaína, 30, la heroína, 55 y, en primera posición, el alcohol con un 72 sobre 100. Estamos hablando de fallecimientos, enfermedades, accidentes o crímenes, malos tratos, descenso de la esperanza de vida y su calidad.

Preocupante, como que todavía haya personas que creen que esas otras personas, los alcohólicos, tienen la culpa de beber en exceso, que se trata de viciosos o débiles de carácter. Todavía no se conocen las causas genéticas exactas, “pero hay otros muchos factores, como el estrés y algunas experiencias tempranas con el alcohol, que claramente favorecen la adicción, como también lo hacen las experiencias traumáticas en la infancia, una química neurobiológica ligeramente descompensada, una red de relaciones frágil y otras influencias del entorno social.” Aunque, por desgracia, la “premisa fundamental para llegar a ser dependiente es beber con regularidad, ya que ese hábito altera de un modo tan notable las neuronas del cerebro responsables del placer y el aprendizaje, que el sistema nervioso central, en algún momento, necesita alcohol para funcionar. Se trata de un proceso llamado <

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