Cuentan que en Málaga, hace unos siglos (unos cuantos, pero no sabría precisar) vivía una campesina que en el mercado de su pueblo, nada más ver al príncipe, se enamoró de él. No le dijo nada en aquel momento, sino que tomó la firme determinación de casarse con él, fuera como fuera. ¡Menuda era ella cuando se empecinaba en algo!

El príncipe, por supuesto, ni reparó en ella. Además, al regresar del mercado, se enteró de que su padre le quería casar con una rica princesa, por motivos de Estado. Al serle notificado, el príncipe se encogió de hombros y fue a tumbarse a su cómodo colchón. Pero entonces, mientras estaba en su lecho mullido y confortable, le entraron dudas y, por qué no decirlo, un poco de miedo. No quería hacerse mayor, así, de repente. Sin avisar a nadie y evitando a la guardia real, salió a hurtadillas del palacio y se escondió en un bosque cercano.

Mientras tanto, la campesina había abandonado su pueblo y se dirigía a la capital, con el objetivo de casarse con el príncipe. Allí tuvo noticia de que el príncipe había huido, pues no le gustaba la princesa rica. El rey había ofrecido una recompensa para quien diese noticias del paradero de su hijo.

La campesina se emocionó: esto iba a ser un poco más difícil de lo que ella había pensado y eso le atraía, pues conseguía las cosas con suma facilidad. Empezó a buscar al príncipe y en los caminos conoció a un juglar, que se unió a ella, atraído por la recompensa. El juglar era un vividor que renegaba del amor y se reía de él en todas las canciones que componía.

El príncipe estaba muy contento con su vida en el bosque. Era verdad que no le llevaban el desayuno a la cama ni el capitán de la guardia se dejaba ganar en la esgrima, pero el aire era más puro y le gustaba oír a los pájaros al amanecer. Meditaba hacerse monje o ermitaño, sin sospechar que su padre había fijado fecha para su boda: estaba seguro de que aparecería pronto.

La campesina y el juglar llegaron al bosque de noche, tras haber sido expulsados del pueblo cercano por los lugareños, a quienes no les habían gustado las canciones y las rimas burlonas del juglar. El príncipe ermitaño con ganas de ser monje los acogió en su choza y se enamoró de la campesina. Ella, aunque parezca increíble, no sospechaba que el ermitaño era el príncipe. Se sentía cada vez más atraída por el juglar y empezaba a pensar que era su verdadero amor. Hicieron el ídem. El juglar se limitó a retozar con ella, no quería compromisos. El príncipe los descubrió. Dolido, mostró su verdadera identidad ante el juglar y la campesina y abandonó el bosque, en busca de su papá y de la princesa rica. Sentía que había madurado, y que el amor no existía, era solo una ilusión.

El juglar se enfadó con la campesina: ¡habían perdido la recompensa, teniéndola tan cerca! Por primera vez, discutieron. Luego se reconciliaron, pero otra vez volvieron a discutir. La campesina vio que su futuro iba a ser una serie interminable de peleas y reconciliaciones y le entró una pereza tremenda. Sin despedirse de él, regresó a su hogar, en busca de su pretendiente de toda la vida, un rico campesino. Sentía que había madurado, y que el amor no existía, era solo una ilusión.

El juglar entonces se dio cuenta de que se había enamorado realmente: el amor existía, era la mayor de las realidades y la mejor de las ilusiones. Ante el rechazo de ella, acudió a las bodas del príncipe para cantar al amor de los recién casados, aunque nunca podría olvidar a su amada, a la que intentaría conquistar todos los días de su vida. Los otros juglares se burlaban de él, pero no le importaba: no hay nada que te haga más feliz que perseguir lo que nunca se puede alcanzar.