El almanaque se ha mimetizado con la inercia sin fechas del confinamiento. Y el escaso contacto exterior que mantenemos con la realidad nos refuerza en el convencimiento de que esta situación -que ya no parece tan desconocida- establece un peligroso maridaje con las paradojas y los extremos.

Qué simbólica (y dolorosa) resulta la estampa del quiosquero de barrio que permanece fiel en su garita y espera, como Penélope, una visita que diluya la tristeza. Y qué ilustrativa viene a ser esa imagen que nos asalta en el supermercado cuando los empleados de la pescadería se desgañitan, sin clientes en el mostrador, para pregonar la frescura de una partida intacta de caballa. A escasos metros de ellos, los demás jugamos al esquí con las miradas y convivimos en cualquier pasillo con el temor a la presencia humana hasta que otra voz, menos real y totalmente enlatada, irrumpe para darnos a la manera estipulada una de cal y otra de arena: «Todo esto pasará, racionalicemos el miedo».

Luego, cuando estamos a punto de completar la deseada vuelta a casa, esa montaña rusa que agita el panorama también se niega a quedarse quieta. Raro es el bloque de pisos en el que ya no se libra la guerra de los carteles. Puede suceder, por ejemplo, que en escasos metros de portal se empiece leyendo una advertencia para llamar a la Policía en caso de que alguien se reúna en las zonas comunes. Y, a continuación, en otro folio distinto aflora un sentido agradecimiento al personal de limpieza y mantenimiento del edificio que desemboca en una perturbadora posdata: «Por favor, que nadie lo quite de aquí; tengo muchas más copias».

Incluso, a estas alturas ya nos hemos hecho a la idea de que lo más parecido a un vecino que nos encontraremos en el rellano será un repartidor de Glovo o un mensajero de Amazon. Eso sí, bajo la inercia de la confusión y los tics de la rutina anterior no deberíamos perder de vista que la opción más cercana, directa y sincera siempre será la que ofrecen aquellos comercios locales que también prestan servicio a domicilio.

Pasan iguales los días hasta que, por fin, se sugiere una minúscula rendija con una ambigua conjugación del verbo pasear. Al menos, no tendremos que pasar por el absurdo trago de preguntarles a nuestros hijos, bajo el aire recién estrenado, si prefieren jugar a la ruleta rusa en el supermercado, hacer cola en la farmacia o pedir un préstamo en un banco que no es el del parque.