Entre los recuerdos más agradables de los días previos al encierro está el café fugaz que me tomé con mi querido Diego Ríos Padrón: uno de esos felices encuentros fortuitos a los que se suele aludir en esta columna y que la configuración de nuestras ciudades y nuestro modo de vida propician. Sin guión previo se sucedieron en él ciertas confidencias y referencias a la familia, para culminar con alguna intuición apenas vislumbrada sobre el sentido de la existencia. En realidad no hacíamos sino representar un ritual que se lleva desarrollando durante siglos en nuestra cultura y que se resume en la coletilla con la que se despiden dos amigos que se cruzan por la calle: «€ y nos tomamos un café»; fórmula que adolece de una falta de concreción que escandaliza a nuestros vecinos nórdicos -al juzgarla erróneamente como falsa- y que, sin embargo, alberga sinceras esperanzas de un encuentro futuro. He usado esta expresión varias veces durante este confinamiento y, cada vez que lo he hecho, un escalofrío me ha recorrido la espalda. Por primera vez he sentido que hacía una promesa que quizá no pueda cumplir. Hablamos mucho estos días (no podía ser de otro modo) sobre medicina y economía, pero menos sobre las repercusiones del distanciamiento en las relaciones interpersonales. ¿Dónde quedará nuestra amada espontaneidad después de la tragedia?

Ayer leía la bellísima columna de Diego en estas mismas páginas y me parece que continuamos nuestra charla de aquella tarde de marzo. Léanla. Él cita a Marco Aurelio y yo me acuerdo de Omar Jayyám:

«Tan rápidos como el agua del río / o el viento del desierto, nuestros días huyen. / Dos días, sin embargo, me dejan indiferente: / el que partió ayer y el que llegará mañana».