La primera dictadura de la historia se ensayó en Roma para afrontar emergencias como las pestes. Ante esas amenazas, designaban bajo los auspicios del Senado a una personalidad de relieve que las combatiera, dotándola de capacidades extraordinarias durante el tiempo necesario. En ese modelo posaron durante siglos su mirada conspicuos intelectuales y juristas universales, considerándose aún hoy como la más antigua referencia de los estados de excepción.

Aunque no lo parezca, la principal característica de este absolutismo romano era la defensa de su propio sistema político. Su finalidad se orientaba a preservar los intereses de la República, su institucionalidad y su gobierno ordinario en los graves aprietos. Loewestein llegó a afirmar que esa dictadura estaba prevista en exclusiva para servir al mantenimiento del régimen vigente en aquellos momentos comprometidos que pudiera experimentar.

El nombramiento del dictador de acuerdo con rigurosas formalidades, la separación entre los que debían designarlo y los que protagonizaban esa magistratura, el rol fundamental del Senado en esa elección, la ejemplaridad exigida al candidato y sobre todo los estrictos límites a los que se sometía en su misión de salvaguardar el orden expuesto a vicisitudes, consagrarían al dictador romano como una figura apropiada para épocas de grandes crisis, que debía centrarse en el desafío encomendado, pero también en la protección misma de la estructura y el bienestar social.

Sucedió, sin embargo, que tras algunos mandatos encomiables atendiendo importantes retos, el modelo degeneraría en tiranía, extendiéndose por períodos ilimitados y sin ceñirse a la saludable colegialidad senatorial o a criterio diferente al del propio sátrapa. En palabras de Bobbio, esa legitimidad inicial de la dictadura surgida de la temporalidad y del estado de necesidad desaparecería en las tiranías, que prescindirán a partir de entonces de esos cruciales elementos, así como de la legalidad que debían observar.

Como en Roma, el riesgo de que quienes ostentan potestades singulares para conducir circunstancias como las presentes se deslicen hacia el inquietante fango de la autocracia, continúa existiendo. Y en especial cuando los que encarnan esas dignidades no se distinguen precisamente por el respeto al marco constitucional establecido, sino que pretenden subvertirlo sin disimulo. La autolimitación que exigen esas exorbitantes prerrogativas transitorias demanda sin duda temperamentos capaces de reconocer el carácter vicarial y provisional de esa función que ahora asumen, dirigida a superar un concreto problema sin generar a la vez otros, con escrupulosa lealtad a las reglas de juego con que se ha dotado el titular de la soberanía para estos supuestos extremos.

De ahí que sujetar al pleno control parlamentario a la autoridad que rige los destinos de un país en estos delicados trances resulte trascendental. Al igual que el Senado hacía con el dictador romano, que el poder legislativo -y el judicial- puedan atar corto a un ejecutivo revestido de tan potentes facultades garantiza no solo la pervivencia misma del Estado de Derecho en estas difíciles coyunturas, sino que las decisiones cuenten con el mayor respaldo posible de los representantes de la voluntad popular.

Escapar de esa elemental ecuación convierte a nuestra actual realidad en particularmente preocupante, ya que a la lucha a palos de ciego contra una cruel enfermedad y a la devastación que una cuestionable gestión pueda producir en el tejido productivo, cabría sumar en tal caso la descomposición de las paredes maestras de la nación y de sus derechos y libertades básicas, lo que desde luego sería catastrófico para nuestra civilizada forma de organizarnos.

No es que sea recomendable superar la pandemia desde la ley: es la única vacuna que tenemos frente a la tendencia a la dictacracia que suele acompañar a estas peliagudas tesituras.