La Junta de Andalucía propone y Sánchez dispone. El Gobierno andaluz, conocedor de la importancia o repercusión del turismo y la hostelería, quiere abrir bares y restaurantes cuanto antes. Para el 25 de mayo como muy tarde, a ser posible. Para ello han desarrollado un sesudo plan que establece algunas medidas en general, temporales en particular. De esta forma tendríamos 30 minutos para desayunar en el bar de siempre, con la parroquia de siempre. Pocos desayunos callejeros se ha metido entre pecho y espalda Juanma Moreno para desconocer que los camareros andaluces, tan cachondos ellos, tienen a gala servir el café a la temperatura del magma volcánico; por lo que 30 minutos para desayunar puede evitarte el coronavirus, pero te asegura unos ardorazos que no mitigará ni un volquete de Almax. Qué viva la hernia de hiato. Cabe preguntarse qué habría sido, por ejemplo, de aquellas intelectuales tertulias literarias del Café Gijón. Un S.XXI encorsetado por el yugo del cronómetro no tiene cabida para un Ignacio María de San Pedro subiéndose a las mesas para reclamar Cristobalía en prosa rimada.

Lo que me preocupa realmente es el almuerzo. Noventa minutos para comer y un máximo de cuatro personas que no convivan bajo el mismo techo. Noventa minutos. Eso será para los veganos, los antivacunas, los que comen rúcula y demás gente de mal vivir. No sé ustedes, pero, en mi opinión, comida que no se junta con la merienda ni es comida ni es ná. Una comida de pro, de esas pantagruélicas, gozosas y disfrutonas, consta obligatoriamente de entrante, primero, segundo, postre, café y licor. Mucho está tardando la prensa dominante en titular sus cabeceras: La ultraderecha quiere acabar con la sobremesa. Al tiempo.

Víctor Manuel se preguntaba dónde irán los besos que no damos, y yo echaré de menos ese castizo «no hay huevos», o el infalible «si no fuera por estos raticos» que siempre surge en el ambiente con dudosa intención para pedir la penúltima a eso de las cinco de la tarde y llegar a casa cuando abren las churrerías. Ahora los bares se preparan para quitar el cartel de Prohibido dar el cante y poner mamparas de metacrilato que dividan las mesas a modo de locutorio penitenciario. Ya lo estoy viendo: Primera cita con la chica que te gusta. Hilo musical de Sergio Dalma. Atmosfera propicia. Conversación fluida, intercambio de cumplidos y sonrisas, y, a traición, se te escapa un pitraco de cachopo que se estrella conta la transparente separación. Ella aún no lo ha visto. Te vas poniendo nervioso. La miras fijamente y vigilas de reojo el trozo de comida que resbala milímetro a milímetro. Te entran los sudores. Dudas si darle con la servilleta, pero puede que la líes parda, como cuando le das al limpia del coche para quitar los insectos, y no tienes agua. Qué haces. Por favor, que no se dé cuenta. Ella sigue como si nada, ajena a tu drama, a lo suyo. Qué vergüenza. El trocito de carne sigue escurriéndose. Por qué no pediste puré, que es fácil de comer y no resbala. Intentas desviar la atención, pero ves nítidamente el pitraco cogiendo velocidad, avanzando imparable. Ya no sabes si pedir Cebralín, el Cristasol o la cuenta. Dioooooos, que pase rápido este cáliz. En fin, escriban ustedes el tercer acto de esta escena cotidiana. Que cada quien elija su final.

Si algo le veo positivo a las normas propuestas es el veto a repartir viandas. Nada de compartir platos entre los comensales. Ya era hora. Llevo toda mi vida reivindicando la independencia gastronómica. Cada uno con su plato y Dios en el de todos, pues siempre he dicho que el diablo vive en las raciones. El mojeteo gregario y el rebañar comunitario están sobrevalorados. Ese rechupar de dedos y vuelta a coger, ese salivazo ajeno en la cuchara de servir. Ya puestos que pongan un pesebre al centro y que cada uno paste según su antojo, gula o necesidad. Como una suculenta subvención del gobierno, pero en forma de fuente de papas a lo pobre.

Ya ven. Salir a comer va a perder, por ahora y hasta nueva orden, la esencia social, mediterránea y festiva que conocíamos. Para un momento libre de ataduras que teníamos viene el Covid19 y lo transforma en un acto formal, normativo, y de obligado cumplimiento. Todo esto puede sonar gracioso, pero a este ritmo, y si nadie lo remedia, para cuando se levante el confinamiento habrá muchas empresas en quiebra, millones de personas sin trabajo y miles de familias pasando auténticas necesidades. A ver entonces quién es el que sale a comer. La ruina está servida, nos la han puesto en el menú.