Aquel viernes de marzo fueron muchas las cuestiones que se agolpaban en la cabeza: reorganizar el espacio doméstico con criterios de eficiencia, establecer unas pautas racionales para el uso de los dispositivos electrónicos operativos -cuyo número era inferior al del de miembros de la unidad familiar- y abastecer la despensa en un punto de equilibrio entre la negligencia despreocupada y el pánico acaparador. Pero, por encima de todo, planeaba la preocupación ante la manera en que los dos adolescentes de casa afrontarían un confinamiento que prometía ser mucho más largo que las dos semanas inicialmente decretadas; promesa que, por cierto, se ha cumplido con creces.

El celo parental hilvanó horarios escolares, actividades lúdico-festivas y competiciones deportivas con mejores intenciones que acierto: ¡dispóngase todo lo necesario para no caer en la molicie! ¡La inactividad conduce al abatimiento! Pero más pronto que tarde tales temores se manifestaron injustificados. Resiliencia, lo llaman los psicólogos, según creo. Una capacidad de adaptación que los más jóvenes parecen poseer en grandes dosis; mucho mayores que las de la generación anterior, en todo caso.

Se sucedieron así los días y las semanas sin el más leve indicio de aburrimiento y con la pereza contenida en unos márgenes más que razonables, dadas las circunstancias.

Cuando al fin se levantó el arresto domiciliario en las condiciones que ya conocemos y se materializó la posibilidad de pisar la calle para ellos, existía la expectativa por parte de los adultos de una explosión de júbilo juvenil, tras mes y medio de enclaustramiento. No hubo tal: Para qué, papá. Estoy bien. No tengo ganas. Me quedo en casa.

¿Y los adultos? ¿Nos pasará lo mismo, ahora que nos toca? ¿Nos habremos amansado?