El sábado vimos El reino, una película dirigida por Rodrigo Sorogoyen. Imaginábamos que iba a ser un momento importante así que nos preparamos. Hicimos palomitas en la sartén. Un chorrito de aceite, una taza de café de granos de maíz. Es importante cubrir la sartén, con una tapa, desde el principio. Esperar a que esté un poco caliente el aceite, antes de echar los granos de maíz. Cuando ya se han hecho las primeras palomitas, añadir un poco de sal y volver a tapar enseguida. Esperar a que la mayoría de los granos de maíz exploten, entonces, hay que sacarlas de la sartén. Si esperas a que todos los granos exploten, se podrían quemar las que ya están hechas. Una taza de café de granos de maíz da para una ensaladera grande, una buena dosis de palomitas.

Lau y yo nos sentamos en el sofá y pulsamos el play. Dos horas después, es lo que dura la película, cuando empezaron los créditos, nos miramos y el veredicto fue unánime "¡Qué buena!". Habíamos planeado hacer una pausa en la mitad de la película para cenar. Imposible.

"El poder protege al poder" dice en un momento el protagonista. El reino cuenta la historia de un político corrupto, uno de tantos que es la mezcla de muchos. La trama te atrapa desde el principio, cuando el protagonista le sirve una plato de carabineros al presidente autonómico (¿de qué autonomía? Otro dato que tampoco se aclara, ¿importa?), hasta la pregunta final, esa que le hace una periodista en directo, en un programa de televisión de esos nocturnos que se suponen que buscan la verdad. No sé si quedan programas como este, no veo la televisión, me parece basura, un gran invento que ha sido abducido por el mercado, la propaganda y la vulgaridad. Hay que pagar un peaje muy alto para encontrar un pequeño oasis. No merece la pena.

La primera persona que conocí que no tenía televisión, quiero decir, antena conectada a su televisor, fue Ángel Lafuente. Él trabajaba, trabaja, como ayudante de dirección y vivía en una buhardilla cerca de la calle Bravo Murillo. Necesitaba un guionista. Yo quería escribir películas. Yo, en aquella época, quería escribir cualquier cosa. Su casa era pequeña, muy pequeña, pero suficiente. Tenía una cama, una mesa, una cocina y libros, discos, películas. Y una terraza donde comíamos después de trabajar en su idea. Una terraza desde donde se veía una estela de tejados superpuestos y naranjas. Una terraza destartalada donde lo importante era lo que compartíamos. Aunque no hubiera venido mal algo de sombra. Lafuente y yo teníamos amigos en común, yo había hecho algunos cortos, él tenía una idea y los contactos. Lo intentamos.

Poco después, todavía con la misma idea, Jonás y la ballena, me invitó a una casa que tenía en París. Era de un familiar o un amigo o un conocido, no pregunté. Algo así. El trato era que trabajaríamos la idea por la mañana, yo tendría libres las tardes para conocer la ciudad.

No me gustó París. No me gustan los decorados. Mucho menos si están llenos de turistas haciéndose fotos. Recuerdo que fui a la Torre Eiffel y me comí un bocadillo (caro y malo para la salud, seguro) tumbado en el césped. Yo miraba la punta de la torre a través de la copa del árbol bajo el cual estaba tumbado. Debía ser agosto. Los turistas, había pocos franceses, se bañaban en las fuentes. Escuchaba hablar en idiomas que no entendía y si escuchaba algún español, española, huía. Tomaba notas, escribía versos, jugaba a ser Cortázar y visitar librerías de segunda mano. Contemplé la fachada de Notre Dame y paseé por el barrio judío. Estuve en la plaza del Louvre y vi esa pirámide que sale en todas las fotos.

Por supuesto no entré en ningún museo, ni subí a la Torre Eiffel, ni al Arco de Triunfo.

Era así de poderoso.

Ni siquiera visité la tumba de Jim Morrison.

He vuelto otras veces. Sigo pensando lo mismo: París es un decorado.

El día más divertido fue el día que Lafuente me invitó a cenar en casa de unos amigos. No sé si este recuerdo es cierto, pero lo anoto. Ni siquiera sé si era una casa de techos altos, o un chalé en las afueras de París. Creo que estoy mezclando una visita que hicimos a la casa de un modisto y la cena de la que quiero hablar. O quizá es un cuento que escribí en aquel tiempo.

Fumamos, bebimos y terminamos bañándonos de madrugada en la piscina. Me parecieron tan burgueses como los burgueses de Madrid, donde yo vivía entonces.

Al día siguiente, cogí el avión de regreso.

Nunca conseguimos financiar aquel guión. Lafuente es demasiado lírico. Ahora él vive en Vejer de la Frontera y yo, en un pueblo de Málaga. De vez en cuando, nos vemos. Sigo esperando que haga su película. Siempre le digo lo mismo: tienes que concretar. Eso lo hace muy bien El reino. Cuenta una historia, lanza un mensaje. Habrá quien no acepte el reto. Espectadores que no quieran saber nada de la pregunta del final de la película. Espectadores que no quieran claudicar a una narrativa tan eficaz que puede eclipsar todo lo demás.

Hay un tipo de cine, de libros, que van más allá, que se quedan con nosotros después de haberlas visto/leído. Esas historias son las que a mí me interesan.

El reino es una película desasosegante, con diálogos excelentes, ritmo de thriller y personajes muy bien construidos, los principales y los secundarios, que refleja nuestra sociedad y a sus políticos, un divorcio que empezó hace poco, que se consumará en breve y del que se aprovechará el populismo. Quizá la culpa del divorcio la tenga la corrupción. Quizá, sencillamente, ellos sean un reflejo de nosotros.

Sorogoyen tampoco tiene la respuesta.

En la última escena de El reino, la presentadora de ese programa nocturno que busca la verdad y el político corrupto se gritan. Su defensa es que él es "solo una persona normal". Después, le demuestra que ella también es cómplice del sistema. La periodista contraataca utilizando las palabras análisis y reflexión, le pide precisamente eso: que reflexione sobre lo que ha hecho los últimos quince años. Y lo analice.

"...hay muchos como usted, hay muchos, hay demasiados y tengo la sensación de que la única esperanza que tenemos para que otros como usted no vuelvan es a través del análisis y la reflexión. Así que, por favor, respóndame a esta pregunta. Usted, los últimos años de su vida, los últimos quince años en los que ha estado robando para vivir a cuerpo de rey, usted ¿se ha parado a pensar, a reflexionar, a analizar lo que estaba haciendo? ¿Usted se ha parado a pensar si su hija ha crecido con la idea de que lo que usted hacía era normal, incluso bueno, que es una cosa que está reservada para unos pocos, para los más listos, para los que se lo merecen? Contésteme, por favor, por que no me puedo imaginar que alguien tan listo como usted no se haya parado a pensarlo y, si lo ha hecho, si se ha parado a pensarlo, tampoco puedo concebir que se haya acostado tranquilo cada noche con la vida que ha conseguido. Así que por favor contésteme a esta pregunta ¿Usted se ha parado a pensar alguna vez, algún segundo de su vida, un instante, en todo este tiempo, lo que estaba haciendo?"

El político corrupto no responde.

La pregunta no está dirigida a él, sino a los espectadores.

Presentadora y político corrupto se mantienen la mirada.

Entran créditos, sin música. Todavía en silencio, puedes leer el reparto. Antonio de la Torre interpreta al político corrupto. Bárbara Lennie, a la periodista. También brilla Luis Zahera.

Guión de Isabel Peña y el propio Rodrigo Sorogoyen.

Al día siguiente, durante el desayuno, Lau y yo nos miramos y volvimos a decir "¡Qué buena!".