Mayo ha irrumpido bajo el marco apagado del calendario. Hasta que la realidad no nos susurre lo contrario, portará sobre sus espaldas una extensión inevitable del 'Abril se ha equivocado' del poeta José Antonio Muñoz Rojas, al que Miguel Poveda le cantó sublime en la bienal de flamenco cuando trabajaban en ella mis amigos José Luis Ortiz Nuevo y Francis Mármol.

Por desgracia, mayo también marcea. Arrastra un reguero luctuoso e incierto, la rutina sufriente que empuja a los días al ritmo de una noción del tiempo tan detenida como resignada. Desde que la pandemia del coronavirus le impuso al mundo entero el runrún terrible de su ruleta rusa, vivimos narcotizados por los ataques de una primavera negra.

Ha llegado mayo a los años 20 del siglo XXI con un pulso inerte que a ciertas generaciones más jóvenes nos resulta inédito. Si ya estaba lejos, más aún se ha quedado en esta ocasión el despertar del mes de esa libertad que, en el magistral poema de Joan Margarit, «es el alba de un día de huelga general».

Desde que tengo uso de razón -soy un niño de mayo del 79 que acudió a la última llamada del signo Tauro- no había sentido un Día Internacional de los Trabajadores tan aciago. Tan atípico como la mera ausencia de manifestaciones. Además, el rojo festivo del almanaque parecía teñido por la sangre que ha derramado esta crisis sanitaria. Esta vez ha dado la sensación de que, a diferencia de las etapas de recesión, ni siquiera existe un campo definido de batalla. El apagón se empeña en apoderarse del adjetivo irreversible. Ojalá no. Ojalá muchos negocios y autónomos vuelvan a ser lo que fueron. Ojalá el despertador suene de nuevo y haya trabajo para todos en la 'nueva normalidad'.