De nuevo, como casi todos los años por estas fechas, llegó el dos de mayo. Hace poco más de un par de siglos que nos levantábamos desde Madrid contra la ocupación francesa. Hoy, sin embargo, festejamos que el estado de alarma nos permite sacar la patita algo más. ¡Con lo que hemos sido! Pero si algo debiera definir al hombre moderno es el civismo y, sobre todo, el sometimiento a la legalidad vigente. Mi salida de este dos de mayo se hará cumpliendo escrupulosamente los requisitos estipulados por la normativa. Tengo preparados cuatro documentos nacionales de identidad: los de mis tres mozuelos y el mío. Tres más uno, cuatro. También el libro de familia, para acreditar que mis hijos son mis hijos y no un señuelo o un producto del arrendamiento de niños, que ya comenzaba a estilarse para justificar los paseos y que ha hecho ricos a muchos. Tengo apalabrado por el whatsapp de la comunidad de propietarios que, en cuanto toque el timbre de alarma del ascensor, colgaré en el tablón de anuncios del portal un documento en el que todos los vecinos testimoniarán con su firma mi hora de salida por si, quizá, tuviera que acreditarla ante los agentes del orden. Todo está apalabrado para que los vecinos vayan compareciendo a firmar en tramos de cinco minutos de diferencia y a los fines de que nadie se tope con nadie en el ascensor o se roce en la escalera.

El último de todos pulsará de nuevo el timbre: será el momento en el que yo me pase a recoger el papel cumplimentado y, desde ese mismo instante, compute cronométricamente la hora reglamentaria. Me adjunto también al bolsillo un volante de empadronamiento, por si las moscas. Pero, ¡ay!, si el cuánto no trae problemas, no ocurre lo mismo con el cómo y con el quiénes. Abro el BOE del uno de mayo y me encuentro con la Orden SND/380/2020, de 30 de abril, sobre las condiciones en las que se puede realizar actividad física no profesional al aire libre durante la crisis sanitaria del COVID-19. Habrá que localizar, a través de sus conjuras, la fórmula que mejor se acople a esta familia. Parece ser que se puede salir a practicar «cualquier deporte individual que no requiera contacto con terceros». Pero es que yo, la verdad, no soy muy de deporte. Curiosamente, las únicas veces que me he desmayado han acontecido mientras hacía deporte y, ¿para qué engañarles?: desde que lo dejé, ni me ha vuelto a pasar ni tengo ganas de repetir. «¿Por qué arriesgarse», decían al final de Casino. Además, también desde entonces, puestos a no tener, es que no tengo ni chándal: prenda ordinaria donde las haya, uniforme de maleantes, fulanos que no sabes si corren o huyen y demás fauna y calaña de mal vivir. Así que, retomando, aparcaremos el deporte en el arcén, ya sea individual o colectivo, y nos acogeremos a la opción del paseo. Pero la trama, como siempre, no la aliñan los dos pequeños, sino el mayor de quince, bendita adolescencia. Porque si bien la normativa vuelve a habilitar a este delicioso tramo de edad para hacer deporte o pasear, olvida mencionar de manera expresa si esa liberación lo es a modo individual o si a una personita de quince se le permite, por analogía, sumarse al concepto jurídico de «niño en estado de alarma» y, por consiguiente, acoplarse a los paseos de los «menores en toda regla» a cargo de progenitor. Y como la cosa está muy mala, «y peor que se va a poner», me decía en «Graná» un gitano amigo mío, a fin de evitar las consabidas multas y la inmediata duplicidad de las mismas si te da por preguntar, lo arreglaremos como en el chiste de la vaca: yo saldré con el palé de la documentación y los dos pequeños. Y al mayor, al de quince, que no me gusta que salga sólo, le ataré una guita de veinte metros desde su tobillo a mi muñeca para que, de lejos, pasee o incluso haga deporte como si realmente fuera cosa suya, pero siempre bajo mi continua salvaguarda. Que está la cosa muy mala, repito, decía el gitano. Y peor que se va a poner.