Esta crisis sanitaria, económica y social, todo en una, está poniendo al límite los resortes de nuestras administraciones. Si el primer frente de respuesta han sido los hospitales, el segundo sin duda está siendo el sistema público de servicios sociales. Es la primera vez que éste afronta una crisis causada por un parón de la economía, una hibernación económica de semanas, que desde el primer segundo ya estaba generando necesidad de los recursos sociales al servicio de las personas.

Las plantillas de los servicios sociales, en todos los niveles del Estado, han respondido a la demanda inmediata con las herramientas que tenían, siempre con la vista puesta en el duro escenario futuro que ya se vislumbra en la atenciones que realizan. Pero padeciendo, como situación de partida, que veníamos de un sistema público de servicios sociales maltratado presupuestariamente. Cabe recordar que una de las consecuencias de la crisis del 2008 fue un recorte insensible de unos 5.000 millones.

El Gobierno ha legislado para simplificar tramitaciones y ha inyectado 300 millones de euros para fortalecer y aumentar la cobertura social mediante el sistema público de servicios sociales. Un dinero que ha llegado a las comunidades autónomas. Éstas han dispuesto la distribución para diputaciones y ayuntamientos. La efectividad de esta financiación está sujeta a un enfoque profesional del reparto de ayudas, esa es la premisa esencial. Cuanto más alejemos las decisiones del criterio técnico de quienes trabajan día a día en los servicios sociales, menos efectivas serán para fortalecer estructuralmente nuestro servicio público de atención.

Por ello, es criticable, desde el punto de vista técnico, pero también político, que la medida estrella en materia social de la Junta de Andalucía sea la entrega a las familias vulnerables de una tarjeta monedero, que dispensarán entidades no públicas, es decir, organizaciones no gubernamentales, que dicho sea, son fundamentales en la atención social, pero nunca deben ser sustitutas del sistema público.

De ahí la más que justificada crítica del Consejo Andaluz de Colegios Profesionales de Trabajo Social, con un sólido argumento: ¿qué pensaríamos si la respuesta sanitaria se hubiera canalizado al margen del sistema sanitario público? Según el Consejo Andaluz, «el derivar a entidades privadas fondos que se niegan al sistema público, sería tan incomprensible como privar a los hospitales y sus profesionales sanitarios de medicación y respiradores para que organizaciones no gubernamentales atendidas en su mayor parte por personas voluntarias, prescribieran a qué enfermos/as se les proporciona».

Esta medida ningunea las obligaciones legales para que los recursos sean prescritos por empleados públicos y cae, una vez más cuando gobierna la derecha, en la estigmatización de la pobreza con la puesta en marcha de acciones que entran de lleno en el terreno de la beneficencia.

Además es una medida coyuntural, cuando en realidad necesitamos iniciativas de carácter estructural, que inyecten solidez al sistema público. Las medidas que se pongan en marcha deben tener en cuenta las desigualdades ya existentes en nuestra sociedad, previas a la crisis del coronavirus. Las crisis agravan desigualdades, crean nuevas y abren frentes sociales inesperados.

De la emergencia social de 2008 hemos aprendido que sus consecuencias se traducen en nuevas desigualdades, como la aparición de un perfil de persona al borde de la exclusión, a pesar de tener un empleo.

En cambio, la respuesta de la Junta de Andalucía ha sido una caótica implantación de la renta mínima de inserción. Si este recurso estuviera implantado, tendríamos ya articulada una buena parte de la respuesta a la crisis de la Covid-19.

De ahí la relevancia de las medidas estructurales, la importancia de la inversión social para garantizar un sistema público que garantice la igualdad y garantice el acceso a los servicios sociales como derecho subjetivo. En cambio, la Junta de Andalucía, con esta tarjeta monedero, intenta dinamitar desde dentro un sistema público, volviendo a repetir formas ya vistas en las legislatura de Mariano Rajoy y con un Moreno Bonilla como secretario de Estado.

La oportuna respuesta del Gobierno ha sido desplegar un paquete de protección social, la inyección de dinero público para sostener el sistema económico y aumentar las transferencias a las autonomías y los ayuntamientos para fortalecer nuestro escudo social y así hacer frente a la emergencia social. Pronto conoceremos el nuevo Ingreso Mínimo Vital, que nace con la vocación de construir una cobertura social fuerte y convertirse en otra pieza fundamental de nuestro sistema público, al igual que ya hicimos con la Dependencia.

Esta crisis, al igual que las anteriores, nos ha puesto frente al espejo como sociedad. Y nos hemos dado cuenta de la importancia de la sanidad pública frente a los intentos de querer imponernos una sanidad pública de mínimos casi transferida a la gestión privada. De igual manera, es el momento de dar los pasos para instituir el modelo de servicios sociales que queremos.

Nos encontramos en una encrucijada: en qué tipo de sociedad queremos vivir. Si fortalecemos y seguimos construyendo nuestro sistema de servicios sociales desde lo público, tal y como establece nuestra Ley de Servicios Sociales de Andalucía, o debilitamos el sistema desde dentro tiñéndolo de beneficencia y caridad, privando al sistema de principios tales como la igualdad o derecho subjetivo. Justicia social frente a caridad.

No perdamos esta oportunidad de construir una nueva realidad, donde lo público y lo social tenga mayor peso. Tenemos que trabajar hacia esa nueva normalidad con perspectiva de género, con pensamiento global y con una intervención desde la cercanía y lo local.

* Estefanía Martín Palop es senadora del PSOE en la Comisión de Derechos Sociales