Delante de mí, una pareja tan joven, tan nueva, tan limpia, se coge de la mano con una mezcla extraña de timidez, candor y necesidad. A la altura de la Librería Luces -que sigue dando amor al arte contra viento y marea, y que sea por muchos años - ella le ha besado a él en la mejilla, recreando de forma espontánea la normalidad de la ternura, la cercanía del primer amor. Ni rastro de mascarilla, pero apuesto por una sonrisa y me acuerdo de 'Romeo y Julieta', cuando Benvolio pregunta a Romeo: «¿Qué tristeza alarga las horas de Romeo?» y éste contesta: «No tener lo que, al tenerlo, las abrevia».

Disculpen que disculpe un incumplimiento de las normas de confinamiento que nos han sido dadas, porque seguro que nuestros protagonistas no tenían la más mínima intención de hacer deporte, seguro que andaban a más de un kilómetro de sus casas, y la distancia social ya la habrán agotado con las mil horas de whassap y kilo y medio de «No, cuelga tú». Como cantaba Gabinete Caligari, «Son pecados tan dulces/ que merecen el perdón»

De la redención del confinamiento no creo que se deseara otra cosa - no nos engañemos - que volver a la compañía, al abrazo, el tacto, la risa, la cómplice cercanía. «¿Salir a andar? ¿Para qué?» me dice mi mayor adolescente. «Yo lo que quiero es estar con ellos: con la abuela, con Belén, con Alejandro, con mis amigos», aunque eso suponga acarrear una bicicleta o estrenar por fin las deportivas.

Cualquiera que en algún momento de su vida haya saltado una valla, coincidirá con que no siempre se obra bien. Igual quedar con el niño que te gusta para verse no es obrar bien, pero igual sacar un pero o al perro cuarenta veces al día tampoco lo era, y nadie lo ha señalado tanto.