Toda la política partidista que se haga a cuenta del coronavirus es, por muy poca que sea, demasiada. Y, por desgracia, en esta piel de toro alérgica al término medio, tan de blancos o negros (mejor dicho, de rojos o azules), ese afán pirómano de tomar decisiones políticas sobre cuestiones de índole científica y sanitaria abunda en índices realmente peligrosos. El vicio aflora intermitente y con excesiva alegría de norte a sur y de este a oeste. Pero si miramos allende Despeñaperros a coordenadas muy concretas, si nos detenemos «allá donde se cruzan los caminos y el mar no se puede concebir» que cantaría Sabina, nos volvemos locos. Tiritamos de miedo. Aborrecemos las odas caritativas al fast food. Nos frotamos los ojos con la esperanza de que la pose temeraria y fotogénica de Ifema no sea verdad, solo un delirio de quien engulle el telediario con cansancio de confinado. Pero no. Por desgracia, es lo que está sucediendo. Lo que seguirá sucediendo -disculpen la insoportable redundancia- si toda la gestión de la pandemia se deforma hasta el esperpento como los rostros de quienes abrazan el valleinclanesco Callejón del Gato.

El 'todo vale' no casa esta vez con un objetivo como el de pasar pantalla en la partida con doble filo que deja sobre nuestros tapetes cotidianos el juego de la desescalada. Y la regla debemos aplicárnosla todos. En este sur que sucumbe con facilidad innata a sus tesoros soleados ya nos ha pasado factura. Por lo pronto, este fin de semana ni siquiera estábamos abonados a esa emoción con la que flirtean los adictos a estudiar a última hora dando por hecho el 5 'raspao', que diría un andaluz. Anoche nos llegó la noticia de que la Ciudad del Paraíso que invocó Vicente Aleixandre seguirá varada en la fase cero. El mapa de colores del Ministerio de Sanidad dibujaba un frío suspenso cuando, como quien mira la lista kilométrica del sorteo de Navidad, lo escrutamos para ver si el premio era la fase 1 o una pedrea envenenada...