Los lectores de Jenofonte de Atenas recordarán a la perfección el que es, posiblemente, el momento más emocionante de la Anábasis: cuando, después de innumerables penalidades, la vanguardia de la Expedición de los diez mil alcanzaba la cima del monte Teques y se producía entre ellos un gran vocerío al ver lo que había al otro lado. Los que les seguían no acertaban a comprender sus palabras ni el origen del escándalo, que les quedaba oculto desde su posición menos elevada, y que temían se debiese a una emboscada. Los gritos, sin embargo, eran de júbilo. Decían: 'Thálatta, Thálatta', «¡el mar!, ¡el mar!», un mar Negro que se vislumbraba al fin en el horizonte, tras una larga marcha desde el corazón del Imperio persa a través de las montañas de Anatolia. Una visión del mar que albergaba la promesa de una pronta vuelta a la calidez del hogar, de los seres queridos. La desesperanza quedaba atrás.

Quienes hemos vivido lejos del mar en algún momento de nuestras vidas sabemos del desasosiego que provoca su lejanía. Hemos compartido la euforia de aquellos griegos cuando, al bajar Las Pedrizas tras meses de ausencia tierra adentro, un recodo de la carretera dejaba ver el Mediterráneo en lontananza. En el exilio, nos hemos identificado con el pasaje de Camus que dice: «Me despierto así, de noche, medio dormido, creo oír sonido de olas, la respiración de las aguas. Despierto del todo, reconozco el viento en la hojarasca y el rumor desdichado de la ciudad desierta».

Ay, la ciudad desierta. Un mes y medio ya sin ver el mar, condenado ahora por unos cientos de metros excedentes del decretado radio de un kilómetro. El mar, el mar, y la promesa del reencuentro con los seres queridos.