Deja que todo pase. Hace un tiempo que la hija de una buena amiga concluyó sus estudios de enfermería. Un excepcional currículum académico al servicio de su vocación amable y servicial. La situación del mercado laboral andaba por entonces complicada, la crisis de las subprimes nos había dejado a todos con la sonrisa boba que nos dibujan los prestidigitadores. No le quedó más remedio que desviar la vista hacia el norte de Europa donde parecía aclararse el horizonte. Mientras esperaba una mejoría de los acontecimientos que colorease el paisaje de sus veinte años, un ciudadano chino de Wuham se zampó un murciélago para desayunar. Este hecho cambiaría significativamente las oportunidades laborales de Ana, que así se llama la hija de mi amiga, pero eso sería después. Por el momento, sus opciones estaban secuestradas por una negligente política de recortes en la sanidad que procesionaba inadvertida por sus vecinos. A todo esto, al ciudadano chino le subió la fiebre.

La belleza y el terror. Días de estudio y camaradería, los exámenes, la primera práctica, el diploma de enfermería enmarcado sobre uno de los tabiques de su madre, la ilusión y el paro. La situación se complicó y, mientras en China se construían hospitales de un solo uso y los países comenzaban a cerrar sus fronteras, España abrazó la hospitalidad como arma frente a las alarmas. Libertad de circulación de cualquier forastero, ya venga de Schengen, del norte de Italia o de la mismísima Beijing. Y Ana, como el resto de los españoles, contempló con la misma sonrisa boba que nos robó Lehman Brothers, la pasividad de nuestras autoridades ante el alarmismo de ciertos países. Sin lugar a dudas peor informados que nosotros. Ana continuaba en el paro, pero al menos confiaba que dentro de nuestras fronteras no existía ningún peligro como el que afectaba a gran parte del mundo. En este afortunado país, tan alegre y cordial, tenemos recursos suficientes para curar un resfriado. Al menos eso nos decían los expertos en pandemias para acallar las advertencias de los agoreros. Por cierto, el de Wuhan no logró superar la enfermedad.

Tú sigue adelante. Sube la fiebre en España. De pronto, aquel virus que nada tenía que ver con nosotros, aprende el castellano y se instala en un apartamento de Lavapiés. Al fin se abren expectativas para Ana, si bien sospecha de la precipitación con la que se le solicita que se instale en Barcelona para trabajar en la sanidad pública. Su primer día de trabajo es caótico. La realidad no tiene parecido con las prácticas. Todo el mundo parece huir por un laberinto sanitario y nadie le proporciona los medios de protección para tratar a los pacientes que acuden en desbandada al Vall d'Hebrón. Su vocación se sobrepone a la circunstancia y comienza a atender enfermos sin atender horarios. Ana no duró ni un mes en su puesto de trabajo. El Covid-19 se abrazó a ella y juntos se mudaron a un pisito compartido desde donde escucha, todas las tardes a partir de las ocho, los aplausos de sus vecinos para paliar la fiebre.

Ningún sentimiento es definitivo. El pasado martes celebramos el día de la enfermería. Me acordé de Ana y de su vocación. Me acordé de todos los enfermos ingresados que necesitan a que personas como Ana no pierdan la vocación. Para esas personas dedico el poema de cuatro versos de Rilke que he escondido en la primera frase de cada párrafo. Ese es mi aplauso de hoy para vosotros. Los demás aplausos me los reservo para reivindicar vuestro puesto de trabajo cuando nos argumenten nuevos recortes en sanidad.