Leemos para vivir otras vidas, para que alguien ponga palabras a lo que nosotros pensamos o sentimos y no somos capaces de identificar.

"Evelyn dobló la nota, contristada, y volvió a meterlo todo en la caja. Dios mío, pensó: una persona de carne y hueso, viviendo durante ochenta y seis años, y esto es todo lo que queda; una caja de zapatos llena de papeles". Leí aquel fragmento de Tomates verdes fritos en el café de Whistle stop y pensé en mi madre, en mi abuela. Al igual que ellas, tiendo a la melancolía y la autocompasión.

Escribo para expiar ese pasado que, estoy convencido, no fue así.

Recuerdo la espuma de las olas. Estoy en la cubierta de un barco y mi abuelo está vomitando. Yo soy feliz. Recuerdo que lo era. Y la espuma de las olas. Mi abuelo se agarraba a la barandilla y sonreía. Todo lo que se puede sonreír en esta situación. Soy un niño. La edad es otro de los datos que me han contado. Le señalé y dije algo gracioso. Mi tío Jesús dice ¡Qué cabrón! cada vez que lo cuenta.

Estaba con ellos, también, aquella noche. No sé si fue en el mismo viaje. La noche de las pastillas. Estaban en una mesilla de melamina, en el cajón superior. Junto a la cama. Las saqué una a una del blíster. Dicen que me las comí todas. El sabor, ligeramente ácido, casi efervescente, de las aspirinas. La noche terminó en el hospital con un lavado de estómago.

Mi abuelo en su sillón. Un sillón de escay color beis que había a un metro del televisor, en su salón. Mi abuelo se fue quedando sordo mientras escuchaba películas de vaqueros, sus preferidas, en aquel televisor de aquel salón diminuto con terraza. Además del televisor y del sillón de mi abuelo, había un mueble bar repleto de las fotografías de sus nietos y de sus hijos, una mesa camilla con falda y brasero, una repisa repleta de figuras de porcelana y un tapiz de un pavo real, un pavo real encaramado a un árbol y, detrás, un lago donde flotaban nenúfares y nadaba una pareja de cisnes. Al fondo, rodeado de frondosos árboles, en distintos tonos de verde, una escalinata conducía a la puerta de un palacio. El cielo era una mancha grana, sólida. El tapiz ocupaba toda la pared que estaba frente al televisor. Era demasiado grande para un salón tan pequeño. Recuerdo sus colores rojos y azules, su aspecto irreal. En esa misma pared estaba el tresillo de escay color beis a juego con el sillón de mi abuelo. En el tresillo se sentaba mi abuela. Y los nietos. Mi abuela y yo, el mayor de los nietos, mirábamos hacia arriba a mi abuelo. Recuerdo que él sonreía, feliz, aquellos domingos de películas de vaqueros. Recuerdo a un hombre gordo, casi calvo, sordo, casi sordo, con las manos grandes, tanto como el corazón. Digo que tenía el corazón grande porque con él siempre me sentí a salvo.

Se marchó una noche. Se acostó junto a su esposa, mi abuela, y no volvió a despertar. Ella contaba que escuchó un ronquido fuerte, dijo Pedro y lo zarandeó. Ya se había ido. Fue elegante hasta para eso. Siempre con su clavel rojo en la solapa y esa mirada brillante que se adivina en mi foto preferida de ambos. Tuvimos la oportunidad de despedirnos de él. Es uno de los días más tristes que recuerdo.

Hace poco se marchó mi abuela. Fue justo antes del estado de alarma y, afortunadamente, pudimos despedirnos de ella. Aunque mi abuela había decidido irse mucho tiempo antes. Y ya me había despedido de ella.

Fue en diciembre, en la residencia donde vivía, en la cama donde había decidido dejar de comer, donde había empezado a apagarse. Mi abuela ya no estaba. Allí, entonces, le dije adiós a ella.

A mediados de febrero, en el cementerio, le dije adiós a su cuerpo.

La enterramos en el cementerio del pueblo donde nació, el pueblo de los veranos de mi infancia, el pueblo donde mi abuelo consiguió comprar una casa, el pueblo de los veranos con siesta y tebeos. Enterramos su cuerpo y le dije adiós con la mano en la lápida. Todavía sin letras, con flores. Era un día claro, no recuerdo que hiciera frío.

Esa noche, Lau y yo nos quedamos a dormir allí, en la casa que ahora es de mi madre.

Pasamos a saludar a tía Joaquina, noventa y seis años, la mirada perdida en alguna historia del pasado, Estoy tan vieja, nos decía. Y el volumen de la televisión demasiado alto. Estoy tan vieja y allí de pie aquella mujer que había sido la mejor amiga de mi abuela. Se ha ido, decía. Y a ratos ella, tía Joaquina sin ser sangre de mi sangre, volvía con nosotros.

Al día siguiente, Lau y yo nos levantamos pronto. Volvimos al sur del sur por carreteras secundarias. Desayunamos en un bar de cazadores y visitamos una alfarería. Atravesamos un parque natural sin encontrarnos con otro coche. Un rebaño de ovejas nos cortó el paso. Apagamos el motor y esperamos a que se fueran. Nos llovió y volvió a salir el sol. Cantamos.

Yo estaba triste cuando comimos en el bar de un pueblo con un nombre demasiado complicado como para recordarlo. Era domingo y había familias adornadas de fiesta. Niños que corrían entre nosotros, abuelos. Todos ajenos a mi dolor. Yo estaba triste, pero no dejaba de hablar, de contarle historias a Laura. Volvimos al coche y dejamos aquel pueblo que era solo una calle y una plaza con su nombre escrito en letras mayúsculas en el suelo. Fatuo intento. Dejamos atrás aquella algazara y volvimos a la carretera. Volvió a llover.

Poco después, olía a aceituna, nos incorporamos a la autovía. Y después, el Mediterráneo, la casa que tiene un jazmín plantado en la esquina de la esquina de un rectángulo de grama delimitado por helechos, mi rincón. Y el silencio. La mayor parte del tiempo, el silencio. El silencio no significa la ausencia de ruido. Hay ruidos que habitan el silencio mientras contemplo el limonero lunero, mientras el viento mece los cosmos y las caléndulas. Hay una valla que algún día será todo hiedra, un mandarino, margaritas africanas, claveles y clavelinas, una buganvilla y una dama de noche, verbenas, otro tipo de margaritas, varios tipos de geranio, de lavanda, un romero, un clementino y un hilera de gazanias que remata el arriate. Allí plantamos una glicinia de flores naranjas y ya ha empezado a tapizar la alambrada que compartimos con el vecino. Otra buganvilla, blanca, y un jazmín de Madagascar para disimular los postes de la pérgola. Dos ficus, un rosal, una dipladenia. Y una gata.

Telma no salió a recibirnos a nuestro regreso. Permaneció en el piso superior hasta que yo subí a su encuentro. Nunca la cojo. Tampoco esta vez. Estaba al principio de la escalera. Me miró un instante, apenas un instante. Después, caminó hacia mi despacho.

No hubo epifanía. Solo recuerdo una emoción, un punto indescifrable a la altura del pecho, que primero es congoja y luego es rabia y luego enfado. El tiempo, solo el tiempo, puede convertir esa tristeza en un pensamiento, un lugar al que volver cuando nos asalta la nostalgia de lo que fuimos, cuando éramos tan libres, tan felices y ni siquiera lo sospechábamos.

El lunes, sonó el despertador, pero nos quedamos en la cama, despiertos, todavía con los ojos cerrados. Retrasando el inicio del día. Lau alargó un brazo por encima de mí. Acaricié, con las yemas de mis dedos, la cara interior de su antebrazo.