Desde hace muchísimo tiempo, tanto que ya ni me acuerdo, Nicole Kidman ha sido una de mis grandes musas de la interpretación. Todavía me es posible rememorar, desde la pálida nebulosa con la que se envuelven los recuerdos que afloran tras los horizontes de edades lejanas, cierto episodio de juventud, ya prescrito, relacionado con un cartel propagandístico de Chanel, la marquesina de una parada de autobús y el amparo de la madrugada. No recuerdo los detalles. Me temo que tengo una memoria infame. Pero el caso es, no nos perdamos, que la interpretación me apasiona. Todo el cuerpo es objeto de la magia y los mayores o menores niveles de credibilidad que provoca la interpretación frente a la cámara, ya hablemos de una fabulosa entonación, una dominadora cadencia, unos premeditados gestos, un desgarrador silencio o unas evocativas expresiones. Pero el culmen interpretativo, la cima, se encuentra en la mirada. Los ojos no engañan. Recuerden aquella escena de Moulin Rouge donde, a lomos de un elefante arquitectónico, Ewan McGregor seduce a la australiana en un memorable medley, popurrí si lo prefieren, de canciones inolvidables. Y, sin desmerecer para nada la interpretación de la pelirroja, no tengo más remedio que reconocer que el británico la sobrepasa. Tal vez por puntos, como en Rocky, pero la sobrepasa. Y todo se debe al juego de la mirada: una mirada creíble, apasionada, verdadera. Quien controle la mirada, controlará las emociones que desprenda. Es muy difícil engañar con la mirada y, por ende, la actuación, la interpretación, se lleva el gato al agua cuando se domina el control de este elemento. A fin de cuentas, ya decía Bécquer que «el alma que hablar puede con los ojos, también puede besar con la mirada». En tiempos de coronavirus, si bien estamos sufriendo mucho, también estamos aprendiendo mucho. A mí, el tema de la mascarilla en sí no me molesta. Lo que me molesta es que me empañe las gafas y apenas pueda distinguir al personal, a los vecinos o a los viandantes durante el lapso de tiempo en el que el estado de alarma nos consiente un artificial paseo. Y si antes, antes de esta hecatombe, uno modulaba sus opiniones respecto al rostro de un desconocido conforme a las impresiones que nos mostraba su gesto, ahora, para bien o para mal, tras un mar de mascarillas, sólo nos queda lo auténtico: la mirada. La mirada es el más diáfano espejo de la realidad interior de cada ser. Miradas profundas, esperanzadas, tristes, luminosas, vacías, dispersas, confundidas y cariñosas brotan en nuestro día a día sin que tomemos conciencia de que ellas son el gran objeto de la verdad interior que esconde o atesora todo aquel que se topa frente a nosotros. Y, parafraseando al grandísimo poeta Ángel González, ¿cómo modular y transmitir esperanza al desasosiego social que nos invade en este tiempo hostil, tan propicio al odio, y en el que se proscribe la caricia? «El «no tocar, peligro de ignominia», puede leerse en miles de miradas. ¿A dónde huir entonces? Por todas partes ojos bizcos, córneas torturadas, implacables pupilas, retinas reticentes, vigilan, desconfían, amenazan». Sobre todo en el ámbito de la política. Mientras les estoy escribiendo, me llega la noticia de la muerte de un político honesto, de la vieja guardia, a quien, independientemente de sus ideales, siempre le acompañaba una mirada cierta, sin doblez, una mirada limpia para lo público. En esta vergonzosa era política donde, por desgracia, añoramos más honestidad que ideología, la partida de Julio Anguita y su recuerdo irradia una nueva y execrable comparativa respecto a los actuales poseedores de los escaños legislativos y los sillones del consejo de ministros. Miradas, todas ellas, predispuestas a hacer de la política su empleo, su sustento y su alza, sin más pretensión profesional que la justa para mantener el suficiente número de votos que les asegure su posición en la bancada durante todo el tiempo que les sea posible y haciendo de la Razón de Estado de Maquiavello una moderna mutación de la que nace la Razón de Partido y del privilegio propio. Miradas, todas ellas, que no son fieles, no son honestas, y que, quizá por ser duchas en la interpretación, sí que volverían a engañarnos en más de una ocasión. De no ser por la memoria y la bendita hemeroteca.