Quién sabe cómo afectará a los niños que han nacido en estos meses y a los más pequeños estar fuera del bullicio, protegidos de la multitud y del juego en grupo, encerrados en un mundo reducido, con escasos estímulos, sin apenas interactuar ni sumergirse en los pautas y patrones de la cultura que los acuna y desarrolla, dormidos en los brazos limpios y seguros de quien los protege sin otra elección que la de aislarlos de todo lo que ocurre fuera, tratando de cubrir el inmenso hueco que deja apartar todo lo demás con lo que se tenga más a mano.

Quién sabe cómo afectará a los más mayores este nuevo paradigma de la distancia en la que sus propios nietos son un peligro para ellos; unos meses atrás se acercaban a ellos y les llenaban de vida y ahora han de vivir alejados para no perderla. Cuánto tiempo durará se preguntan muchos, a veces la respuesta es demasiado y enmudece.

Quién sabe cómo nos afectará a todos tanto tiempo sin tocarnos, ni cuándo volveremos a acercarnos sin miedo los unos a los otros, entre desconocidos, amigos, o familiares que llevan tiempo lejos, confinados en la otra punta de la ciudad o en una distinta, o en otro país, o incluso en la puerta de al lado, tan alejada ahora como cualquier lugar remoto.

Nadie sabe ni cuánto durará este tiempo muerto que tanto mata, ni cómo nos dejará cuando pare de pararnos, ni si reconoceremos el mundo cuando volvamos a mirarlo. Pero más nos vale no hacer más profunda la herida hasta alcanzar el odio, ni dejarla abierta por rasgarla y que se infecte de rabia, porque una vez se acaben todas las fases y escampe el peligro que nos recluye, necesitaremos más que nunca la comprensión del otro y el calor de estar más juntos.