Convertir el agua en vino es de aficionados. Cruzcampo lleva años convirtiendo la cerveza en agua y nadie se sorprende. Algunos milagros están sobrevalorados, mitificados, por eso no entiendo que la gente no caiga rendida ante Pedro Sánchez: el dios omnisciente hecho carne entre nosotros, el Júpiter de la política, ese anuncio de colonia andante con paquetón ostentoso y mirada embriagadora, la verbosidad exquisita e infalible, la promesa cautivadora maridada con una inteligencia sobrehumana que le hace irresistible, el ungido que ha elevado el decreto a categoría de panacea salvífica. Es que no lo entiendo, de verdad. Los simples mortales que tienen la suerte de coincidir en el tiempo con semejante superhéroe y no se desmayan de furor uterino o priapismo al escucharle son unos ingratos, hombres de poca fe. O lo que es peor, fachas incultos.

Esa gente tan desagradecida no es consciente de los increíbles logros de Pedro Sánchez, y mira que son muchos y de fácil admiración. Nuestro adorado líder supremo ha conseguido lo impensable, lo que nadie podía imaginar, alcanzando así la cúspide del olimpo de los elegidos. Nuestro presidente ha conseguido pactar con CUP, Podemos o Esquerra y dormir a pierna suelta, que Almeida nos parezca Winston Churchill, que Carmen Calvo descubra las bondades de la sanidad privada, que los republicanos prometan lealtad al Rey, que muchos periodistas sean voceros sin filtro, que el BOE sea más leído que el Marca, o que la clase acomodada del barrio de Salamanca transmute en peligrosos alborotadores que ondean amenazantes banderas y aúllan provocadoras proclamas de libertad hasta el punto de despertar la envidia de su vecino, ese Cojo Manteca del S.XXI llamado Echenique.

Sánchez, el susurro arrebatador, el alfa y omega del todas las artes y las ciencias, ha conseguido que los chinos nos engañen como a chinos, que Franco vuelva a la vida tras 45 años sepultado (chúpate esa, Lázaro), que una narcopolítica venezolana levite en los aeropuertos sin tocar suelo español para reunirse con Ábalos, que hasta Falete se haga runner, que Grande-Marlaska caricaturice a John Edgar Hoover en su lucha contra los movimientos a favor de los derechos civiles, que las terrazas de los bares sean oasis sociológicos, y que aceptemos su neolengua como credo de vida: desescalada, letalidad, nueva normalidad, etc.

Sánchez, el de pupila de tigre y cálido abrazo, el hacedor de tesis pluscum laude, ha conseguido que las palabras se las lleve el viento, vuelvan siendo lo contrario, y aun así tenga credibilidad ciega para sus entregados fieles; que hasta la Veneno sea más Grace Kelly que Adriana Lastra, que los presos etarras se acerquen al estercolero putrefacto del que salieron, que Inés Arrimadas se abone al Game Over, que oigamos y no entendamos a Fernando Simón, que los conversos se traguen su prosa, que el poder judicial dé vueltas persiguiéndose la cola, que el concepto de democracia sea tan relativo como el resultado del test con que te midas, que las cifras de muertos se muevan como las cuentas de María Jesús Montero; y que todos, confinados y calladitos, le amemos con devoción por encima de todas las cosas. Como ven, la lista de milagros es cualitativa y cuantitativa.

Sólo hay algo que siempre se le resistió a nuestro benefactor. Una hazaña imposible incluso para el divino presidente. Nunca pudo ganarse el favor de un ateo consecuente al que jamás consiguió torcer sus principios. Julio Anguita, el Califa Rojo, siempre dijo de Pedro Sánchez que es un chico hecho por la fábrica de moneda y timbre, un producto de marketing que sólo dice vulgaridades. Por eso, a pesar de sus muchos prodigios, Sánchez será otro falso dios pasajero. Por eso Anguita será un hombre infinito, un político de recuerdo eterno.