Era más hora de volver a casa que de salir de ella, pero uno se ha vuelto miembro de la cofradía de los groseros irredentos que saltan a la calle, sin paracaídas, antes de que el sol se desperece. El habitual fresco a estas horas ya ha empezado su transformación primaveral. Se nota y se agradece. La calle estaba tan vacía como cualquier calle a cualquier hora durante los estados de clausura. Alguna suerte de poderosa magia interviene durante los estados de emergencia para que el vacío emerja por doquier. Y emerge con toda naturalidad, como si las emergencias propias de los Estados emergieran del mismísimo mundo del silencio, que a tantos nos libera de la esclavitud de nuestro talante palabrero.

Los estados de confinamiento nos hacen dueños de nuestros silencios a todos, excepto a los incontinentes palabrosos que nunca repararon en sus silencios ausentes. La tribu política, como todas las tribus, muta a rebaño cuando de virus y de silencios se trata. Y su instinto palabrero posee a buena parte de sus tribuales que, emulando al rayo de don Miguel, se empeñan en que su protervia y su camastronería políticas no cesen.

Ni en situaciones de excepcionalidad extrema aflora la sensibilidad de sus señorías para evocarles a Borges, que tanto filigraneó con el silencio a lo largo de su obra, especial y rotundamente cuando expresó que es mejor no hablar si no es para mejorar el silencio. Pero, ellos, los verbosos, no se dan por aludidos, sino que convierten la palabra en ruido y en lugar de unirse para remar con un mismo norte, prefieren mantenerse la mitad ciando y la otra mitad bogando y, así, a base de ciabogar y ciabogar sus responsabilidades giran y giran sobre su eje, pero no avanzan.

En fin, eso, a lo que iba, que las calles calladas previas a la salida del sol atrapan a cualquiera que disponga de apenas cien gramos de serenidad. Y que aunque en la soledad silenciosa de la calle mi sentido del oído aleja mucho más, yo hoy no alcanzaba a escuchar más allá de una afinadísima tertulia de mirlos que armonizaban su canto para mejorar el silencio. Pero infortunadamente, ese paraíso no duró mucho.

Riadas de gentes y personas sin perro y sin rostro invadieron calles y plazas. Regueros de gentes enmascaradas, encaretadas y enmascarilladas desbordaron las calles con una sola misión: tomarlas al asalto. La fase uno del desconfinamiento había abierto los corrales, los de comedias y los de vecindad, y el rebaño, desbocado, abarrotaba las calles y las desilenciaba y las ensordecía y las vestía con el halo del boato propio de la «nueva normalidad», que más que a nueva situación suena a engendro mal parido por obra y gracia de las relaciones incestuosas entre un oxímoron y una extravagancia.

Momentáneamente, con permiso del respetable, más que el principio de una «nueva normalidad», la situación no es otra cosa que un escenario distinto en el que sus actores, a la máscara social mediante la que cada uno configuramos nuestra personalidad desde que nacemos, le hemos añadido una mascarilla que, a la par que frena las posibles arremetidas del animálculo coronado, nos despersonaliza hasta el punto de hacernos irreconocibles. Me da que, con la mascarilla, nuestra parte más reconocible es el tafanario. O sea, lo de siempre.

--¡¿Paco?!

--No, su hermana.

--¡Qué alegría, Angustias...!

--No, hombre, no, Paula, la hermana del otro Paco.

Hoy he observado a varios enmascarillados de habla incomprensible que intentaban dialogar a voz en grito, que, para ellos, parecía ser la única forma de hacerse entender con la boca cubierta. He visto a un abuelo y una abuela, pareja desde hace setenta años, seguramente, que casi llegan a los bastonazos por mor del peligroso cóctel que conforman la sordera y las mascarillas, pero lo más sorpresivo e inesperado, por inusual, ha sido la conversación calmada que mantenían tres mascarillas que yacían desechadas entre las plantas por el inveterado método de tirarlas en el primer jardín a la derecha, si eres diestro, o en el primero a la izquierda, si eres zurdo. Tras más de media hora intentándolo, de la conversación solo he acertado a captar tres palabras y seis sílabas de una de ellas.

¡Estos están locos!

Tal cual. Ni más ni menos. Y, ¿sabe, amable leyente? Me da que esta mascarilla está en lo cierto.