Esta semana pasada nos hemos merendado, de la mano del ministro de Consumo, Alberto Garzón, una interesante declaración sobre el bajo valor añadido que aporta el sector turístico en nuestro país. Garzón señalaba que los trabajos en el turismo eran precarios y que los hoteles abrían 6 meses y cerraban 6 meses. Esta conclusión, me parece poco trabajada por las implicaciones que el turismo tiene en el PIB y en la marca de nuestro país. Pero me llama la atención por la utilización de dos palabras a las que tengo un inmenso respeto y admiración: valor y añadido, las cuales duplican su potencia si las ponemos juntas.

Cuando hablamos del valor añadido todo el mundo sabe lo que es o, supuestamente, lo sabe.

¿Sabría responder Garzón a la pregunta «cuál es el valor añadido de cualquier servicio o producto» más allá de turismo? La respuesta no es fácil para nadie. El valor añadido es como el talento, se sabe que está ahí y que existe, pero no existe consenso en cómo generarlo y en cómo medirlo. Menudo problemón para Garzón.

Técnicamente, el valor añadido se define como el aumento de utilidad que sufre un producto o servicio tras sufrir un proceso de transformación. Si un servicio, independientemente que sea público o privado, no se mantiene en continua transformación es complicado que aporte valor añadido. Es como un coche de pruebas: si no lo ponemos a funcionar una y otra vez, no sabemos si estamos transformándolo en algo mejor.

Nuestros modelos actuales de medición de la calidad se basan en el funcionamiento de producto, obviando el impacto directo que recibe el consumidor. Y ése mejora de la experiencia y del impacto en el consumidor es el verdadero valor añadido. ¿Existe, por tanto, alguna forma útil y objetiva de medir el valor añadido de un producto o servicio ya sea sanitario, educativo o hotelero, de manera a que nos ayude a mejorarlo continuamente? Por supuesto que sí, porque una cosa es lo que tú crees aportar y otra muy diferente la aportación real que recibe el consumidor. Por tanto, podemos hacerlo midiendo cómo repercute de manera directa en la persona o colectivo que consume dicho servicio: en su salud, en su bienestar, en su conocimiento o en el aumento de sus oportunidades.

Pongamos un ejemplo sencillo sobre el trabajo de un profesor de tenis. La clave sus clases no es tanto lo bueno que sea el profesor sino sus alumnos sean capaces de aprender y aplicar. Pero ¿hay algún medidor que nos diga cuánto han aprendido los alumnos en sus clases? ¿Hay algún medidor que nos diga cuánto aplican estos alumnos a los partidos? La mejora y el valor añadido del trabajo de ese profesor está fuera, es decir, está en cuánto los jugadores han aprendido y aplicado.

Si nos vamos al terreno de la gestión pública la manera más útil de poner al consumidor público, o sea al ciudadano, en el centro es concentrarnos en el valor añadido que le aportan las políticas de cualquier partido, institución o gobierno. Para poder aplicarle valor añadido, hace falta conocer al ciudadano y para ello hay que estudiarlo y entender sus necesidades con grandes dosis de humildad. El mundo de la empresa, a no ser que sean oligopolios o monopolios, nos enseña a poner al «cliente en el centro» por supervivencia de mercado y porque si no lo hacen de manera continua, corren el riesgo de desaparecer.

Ahora bien, llegado a este punto me surgen algunas preguntas: ¿Están las instituciones públicas, los políticos, los gobiernos poniendo al «ciudadano en el centro»? o lo que es más importe ¿Saben cómo hacerlo? ¿Cuánto podría mejorar nuestra calidad de vida si se hiciera?

¿Cuáles son las reformas necesarias y los pactos de Estado para que fuera una realidad?

¿Debería existir un indicador de valor añadido o por el contrario de valor disminuido, en función de la repercusión positiva o negativa que esas políticas tengan sobre el ciudadano?

Sería interesante que Alberto Garzón, como experto en consumo, antes de juzgar el valor añadido de un sector como el turismo, se preguntara cuál es valor añadido que aporta, con indicadores objetivos, su trabajo y el de su Ministerio a los consumidores españoles.

*Martín Ortiz es director técnico de Formación y Empleo de la Diputación Provincial de Málaga