Mi madre, atenta mirada, siempre nos ha aconsejado que cuando nos sintiéramos agobiados por la vida, azotados por la ingratitud de lo cotidiano, desconcertados, perdidos, alguna de las anteriores o todas ellas, entráramos en una iglesia. En alguna ocasión le he hecho caso, buscando el silencio y la penumbra en horario laboral, y me he encontrado sorprendentemente rodeado de pares, con aspecto de buscar lo mismo que yo, recogidos pero de paisano, sin liturgia a mano. Sin pedir nada, a veces en el 'quedeme no sabiendo' de San Juan de la Cruz sorprende la soledad y el silencio.

En esa búsqueda interior, turismo de recodo, también me he valido de la higuera que yace en la trasera del Museo Picasso, disfrutando de cada estancia allí como si fuera la última vez que pudiera oler lo dulce de su rastro, porque ser árbol en Málaga es como decía aquel cantar del ciego en Granada pero peor. A veces, también, en la terraza de su cafetería, si no era día de crucero, o en la cafetería del María Cristina, hallando en los veladores soledad, silencio y, con ellos, civilización.

En la soledad voluntaria, la que por un rato se pide, no sobra nada ni nadie. Falta uno mismo, que allí se haya. No excluye, sino que complementa. Pero es voluntaria. Es un ayuno, sabiendo que a tantas horas, se acabó. Es sano, necesario, purgante, beneficioso, pero con su final. Va esta reflexión por lo difícil que para muchos ha debido de ser pasar esta cuarentena de alarma en alarma sin que nadie te coja la mano y diga «Todo va a salir bien, no te preocupes», sin que escuche hacer el plan B cuando acaban de asolar y sembrar de sal tu plan A. No sé en qué país nórdico aconsejaban buscar un acompañante sexual. Recomiendo, en eso, ser bastante más ambiciosos.