El siete de marzo, las hojas de la buganvilla se pusieron verde sólido.

¿Para qué leer tanto? Me asusta la respuesta. ¿Merece la pena vivir sin leer? No puedo imaginarme ese vacío. Leer es dialogar con uno mismo a través de otro. Me he ganado la vida de muchas formas —sin hablar de libros— pero nunca he dejado de leer.

En el interior de Madame Bovary de Gustave Flaubert encontré un billete de autobús del 11 de abril de 2016. De Avenida Mariña al Obelisco de A Coruña. En agosto de 2016 dejamos de vivir en aquella ciudad. En la parte de atrás del billete había anotado "A un episodio de pasión le sucede un capítulo de melancolía. Dulzura + ternura > despecho y lujuria. Vida = partida de cartas". Nunca volvemos a los mismos libros, pero podemos volver a esos lugares que creímos habitar.

Me gustaría ser Flaubert. No escribir como Flaubert. Ser él. Tener la vida solucionada. Poder levantarme tarde en la mañana y dedicarme a leer y escribir mientras el viento mece las caléndulas y observo el tintineo de la grama, sin mayor pretensión que dejarme llevar por la historia, libre, sin plazos ni distracciones.

Me cabreé porque no soy Flaubert.

Eso fue ayer.

Hoy, suena música de piano mientras Lau hace una clase de ballet en el rellano del primer piso, con la barandilla como barra improvisada, Telma duerme estirada sobre la mesa, entre el teclado y la pantalla, arropada por un rectángulo de sol de la mañana, y yo tecleo para no olvidarme, para recordarlo mañana, que la dama de noche ya ha florecido y esta noche, como ayer, saldré a la terraza para oler su fragancia antes de irme a dormir.

Reconozco la felicidad de estos instantes.

En La orgía perpetua Vargas Llosa escribe sobre Madame Bovary. Un libro sobre otro libro que termina hablando de muchos libros. Desde mi ignorancia, me gusta imaginar que la contraportada la escribió el propio Carlos Barral, el penúltimo afrancesado. Eso dice la dedicatoria del libro.

"Hay tres maneras de hacer la crítica de una novela, dice Mario Vargas Llosa: la primera, individual y subjetiva, por la impresión que la obra deja en el lector; la segunda, objetiva, de pretensiones científicas, en función de reglas universales, analizando lo que la historia es, las fuentes que aprovecha, la manera como se hace tiempo el lenguaje; la tercera, que corresponde más a la historia de la literatura que a la crítica propiamente dicha, en función de las novelas que se escribieron antes o después."

La introducción de Vargas Llosa, mucho más literaria, lo explica en página y media.

Encontré un blog que, al final de cada reseña, valora la "Dificultad de lectura" del libro que reseña. No se adjunta escala alguna. Es decir, no se especifica para qué tipo de lectores ve apropiado el autor (los autores de este tipo de comentarios suelen ser de género masculino) los libros que el califica como fáciles o difíciles. Considera Crónicas marcianas fácil de leer. Escribe "A pesar de que la prosa de Bradbury a todas luces carece de las ambiciones y los alcances de los escritores modernistas de su época€" El autor de este comentario tendría que aprender a puntuar sus propios textos antes de juzgar los ajenos.

Confundir una sintaxis sin adornos con una prosa pobre es algo muy común. Sobre todo en aquellos que consideran la literatura como algo elevado. Propio de una élite. A la que él, como lector, pertenece. Una especie superior a los que ven la televisión y, por supuesto, a aquellos que comentan las series como si fueran partidos de fútbol. O jugamos videojuegos.

Mis libros están ordenados por orden alfabético y eso crea parejas extrañas. Gustave Flaubert, Antonio Fontana. Aquí están, compartiendo línea. En la misma balda: Ellis, Eyre, Fernandez Mallo, Ferrero, Flaubert, Fontana, Ford, Franz, Galarza y Galván. Faltan muchos libros. Libros de los que hablo en clase, que he leído, que deberían estar ahí. Voy a por ellos, los busco, pero han desaparecido. No debería prestar los libros que me importan.

No me gustan los libros que son sólo un ejercicio de estilo, la demostración de su autor de lo bien que son capaces de escribir, todo forma. Y tampoco me gusta lo contrario: llevar al protagonista de un lado para otro, de peripecia en peripecia hasta que se descubra el nombre del asesino. Si quiero evadirme, enciendo la XBOX que me prestó mi hermano pequeño. Lau insiste en que tenemos que devolvérsela. Pronto.

El prólogo de Diario de lecturas de Alberto Manguel empieza así "Hay libros que leemos con superficial interés olvidando una página cuando empezamos la siguiente; los hay que leemos con reverencia, sin atrevernos a estar de acuerdo ni a disentir; otros ofrecen sólo información y excluyen cualquier comentario nuestro; otros aún que, como nos han gustado durante tanto tiempo y de manera íntima, sólo podemos repetirlos palabra por palabra, ya que los conocemos, en su sentido más profundo, de memoria. Y otros muchos, por fin, que participan de todo lo anterior y que, en lugar de provocar nuestro silencio (reverente o feliz), nos toman por las solapas y nos exigen que respondamos con una opinión, una idea, una pregunta, un recuerdo, un deseo."

No sabía lo que le debía a este libro hasta releer este fragmento y parte del primer capítulo. No recordamos nuestras influencias. Somos unos vampiros ingratos, en la mayoría de los casos, sin posibilidad de rastreo. Con algo de fortuna, las mejores influencias terminan manifestándose.

He subrayado muchas de sus páginas. Aquí está la mejor definición de poesía que he encontrado: "Poesía = las mejores palabras en el mejor orden". Manguel se la atribuye a Coleridge. También he subrayado este comentario del diario de Bioy Casares: "Siempre dije que escribo para los lectores, pero la circunstancia de que siga escribiendo en esta época en que se extinguieron los lectores (anímicos, de plata) prueba irrefutablemente que escribo para mí mismo".

La última semana de marzo, bajaron las temperaturas e hizo viento. La dama de noche dejó de oler y las hormigas desaparecieron del interior de la casa.