En noviembre de 1963 fue mi primer viaje turístico por el Mediterráneo, mar tan bello como inocente en aquellos tiempos. Gracias al 'Constitution' y a la generosidad de una naviera norteamericana, la American Export Lines. Mi mujer y yo nunca olvidaremos nuestra visita al Hôtel de Paris, aquel luminoso palace monegasco, gloria de la Belle Époque. No en vano Anthony Burgess puso en boca de unos de sus personajes, instalado cómodamente en el hermoso restaurante del hotel, aquella frase: «Los hombres están poseídos por el demonio de la frivolidad». Bueno, fue en realidad en Monte-Carlo, el barrio elegante de Mónaco, con el que el hotel y su colindante casino siempre han querido ser asociados. El pequeño estado soberano de Mónaco era entonces un muy civilizado cuento de hadas. Sobre todo el palacio de los Grimaldi y sus soldaditos de opereta, famosos en todo el mundo gracias a la entonces reciente boda de Grace Kelly con el príncipe Rainiero III. Hoy Mónaco, y sobre todo Monte-Carlo, siguen siendo unos de los favoritos del gran mundo. Aunque en algunos aspectos el principado se haya convertido en una jungla desordenada de edificios de gran volumen, en su mayoría poco atractivos y de mal envejecer. Eso sí. Gracias a Dios se conserva intacto el entorno del Hôtel de Paris, con el casino y la espléndida ópera del gran Garnier.

A mediados del siglo XIX las cosas no iban nada bien en el minúsculo Principado de Mónaco. Aparte de la pesca, pocos recursos les quedaban a ese agreste enclave de la costa mediterránea de Francia. Se habían perdido territorios que permitieron en el pasado al Principado una actividad agrícola razonable. La casa de los Grimaldi, igual que sus súbditos, se enfrentaban a un futuro sombrío. El príncipe Carlos III lo expuso a su madre, la princesa Carolina. Simplemente se habían quedado sin opciones. La princesa tuvo entonces una idea que cambiaría para siempre el destino de Mónaco y sus habitantes.

Habían llegado a los oídos de la augusta dama noticias sobre una nueva moda que cautivaba a las clases dirigentes de Europa: la pasión por los casinos, los balnearios y sobre todo por los grandes hoteles. La princesa Carolina le ordenó a su secretario, Monsieur Eynaud, que se desplazara a Bad-Homburg, en Alemania, para investigar qué había detrás del éxito arrollador del casino de aquella bonita ciudad germana, digna rival de la mítica Baden-Baden. Monsieur Eynaud llegó a la conclusión de que Mónaco necesitaba un gran hotel, un casino perfecto y un buen balneario para los baños de mar. El lugar ideal podría ser el promontorio conocido como Las Cuevas. A partir de entonces se llamaría Mont Charles, en honor del príncipe Carlos Grimaldi. De ahí evolucionó a Monte-Carlo.

El casino se inauguró con unos festejos espectaculares el 18 de febrero de 1863. El mismo año en el que se acometió la construcción del Hôtel de Paris, proyecto de uno de los grandes arquitectos de la época, el maestro Dutrou. Abrió el flamante hotel sus puertas el 1 de enero de 1864. La combinación de un hotel excepcional con uno de los casinos más elegantes de Europa y la belleza de aquel enclave, deslumbró a la alta sociedad de la época. Por primera vez en la historia del Mediterráneo, se podía decir que los grandes hoteles de Europa tenían un inesperado rival en lo que había sido hasta entonces una costa inaccesible, prácticamente desconocida, víctima de la pobreza y el aislamiento.

Hasta los años de la Segunda Guerra Mundial el Hôtel de Paris fue un maravilloso sueño hecho realidad. Fueron especialmente duros los tiempos de la ocupación alemana. En 1943 el hotel sufrió la humillación de ser requisado para servir a los ocupantes nazis como cuartel y sede de la policía política del Tercer Reich, la temible Gestapo. En 1945 ya comenzaron los intentos de recuperar el tiempo perdido. No fue fácil. Muchos de los antiguos clientes habían desaparecido o estaban arruinados. En una Europa destrozada por la guerra, física y moralmente, se llegó a pensar que el Hôtel de Paris y el casino eran un anacronismo. Afortunadamente un gran empresario griego, Aristóteles Onassis, no estaba de acuerdo. En 1954 invirtió en la monegasca Société des Bains de Mer una fortuna colosal. Y sobre todo tuvo el acierto de confiar la dirección del hotel a un gran director: Jean Broc.

Monsieur Broc recuperó aquella delicada obra de arte que siempre fue el Hôtel de Paris. La visión del magnate griego y la maestría de sus colaboradores hicieron posible la plena recuperación de aquel hotel que pronto volvería a ser el segundo palacio de su Alteza Serenísima el Príncipe de Mónaco. Ahora gloriosamente camino de su segundo centenario y más que nunca el ejemplo a seguir.