Las tardes de esta época del año en la Málaga de nuestros amores y rechazos suelen ser de una apacible tranquilidad, de una belleza serena, en tonos azules pálidos y rosados, como los cielos que Tiépolo pinta en los rompimientos de gloria borbónicos de los frescos, que recogen la grandeza de España, en los techos del soberbio Palacio Real de Madrid. Su elegancia y exquisitez son similares aunque el autor de unos sea el Ser Supremo y el de los otros el maestro veneciano, y cuya claridad refleja con mayor fidelidad la serenidad clásica mediterránea, que la opulencia barroca adriática. El mar en estos momentos en que escribo podría muy bien parecer un lago centroeuropeo, un lago de Como que comenzara en nuestra bahía y llegara hasta Alejandría y Beirut, pasando por las Dos Sicilias y la Hélade. Esa serenidad como de seda es el trasunto de la historia que encierra en sus orillas, la historia de la creación de la filosofía, el teatro, el arte y el derecho, el centro indiscutible del mundo, donde todo lo que merece la pena en la vida nació, donde todo lo grandioso fue creado, donde se construyeron las columnas que sostienen el templo de la civilización, que muchos en su ignorancia ansían destruir y donde el sentimiento de orgullo de pertenencia a este mundo, que muchos llevamos inscrito en el alma, no va a permitir que eso suceda, aunque nos vaya la vida en ello.

Viene todo esto a cuenta de los gravísimos acontecimientos de todo tipo que se vienen sucediendo en nuestro país desde hace dos meses, acontecimientos trágicos, patéticos, dramáticos, peligrosos, hilarantes y cómicos por la ignorancia que denotan, verdaderos episodios chuscos junto a auténticas escenas dignas de los círculos del Infierno de Dante, danzas y contradanzas de la muerte, ejecutadas por una orquesta de primates, dirigida por un loco. Solo voy a tomar como ejemplo algunos datos menores, los que casi resultan hilarantes, porque no quiero amargarles la mañana del domingo a mis fieles lectores, porque como diría un amigo querido, tengo mi público, que me quiere y al que quiero, como diría la inmortal Lola.

Por ejemplo, no pienso bañarme en el mar amado ni un solo día este verano. Ni uno. Bañarse en el mar es, o debe ser, un acto de libertad, de alegría, de ludopatía, de cabriolas y saltos como los delfines, una vuelta al seno materno del que provenimos, porque el agua de los mares y océanos es el líquido amniótico de nuestro nacimiento, el útero gigantesco del que emerge el ser humano, como cuando Botticelli pinta El Nacimiento de Venus sobre una concha, no casualmente. Si para ir a la playa hay que cumplir una serie de normas, que no dudo que sean necesarias y obligatorias en las presentes circunstancias, pero que eliminan todo lo que de prodigiosa liberación encierra sumergirte en las olas donde y cuando quieras y tumbarte en la arena donde te apetezca, para eso me quedo tranquila y felizmente en mi casa. Cuando yo era un niño de cuatro, o cinco años iba con mi madre a los Baños del Carmen, donde me sentía feliz como todos nos hemos sentido con esa edad y en esas circunstancias, había bañeros, que así se llamaban entonces a los monitores de natación y unas maromas para que se agarraran los que no sabían nadar, que eran casi todos y a la salida del balneario mi madre me compraba un cartucho de papas fritas en papel de estraza. Era un mundo como de juguete, como ingenuo, no había música de ningún tipo y mucho menos rap -que nadie había tenido el mal gusto de inventar -que atronara los oídos sonando desde un artefacto manejado por zangolotinos No teníamos ni la mitad de comodidades de ahora, ni las posibilidades de estos tiempos, ni el confort. Pero en determinados momentos nos sentíamos mucho más libres, que teniendo esta hipertrofia legislativa y reglamentista que nos asfixia y nos coarta. Así que este año me quedaré en casa y trataré de seguir engañándome con que estoy aprendiendo italiano.

El confinamiento y la consiguiente prohibición de espectáculos de masas, unido al absolutamente erróneo -en mi opinión- credo animalista van a traer seguramente el fin de las corridas de toros. Sin ningún motivo específico que lo haya originado, sino posiblemente porque como decía el gran Joaquín Marín, no hay nada más aburrido que una corrida de toros aburrida. Pero una cosa es perder la afición y otra muy diferente la prohibición, o como decía el otro día el ganadero Prieto de la Cal, mandar a sus gloriosos y bellísimos toros «ensabanaos» al matadero como si fueran ovejas. Y añadía con sorna que antes los soltaba por la Castellana. A mí me parece una idea plausible. Hace unas semanas leí la opinión de un animalista, que cuando le preguntaban qué se podía hacer con los toros si se acababan las corridas, decía cándida y orgullosamente que «soltarlos libres por el campo». Los altivos ejemplares de la casta de Veragua sueltos por el campo, o por la Castellana no iban a dejar vivo a ningún peatón, o senderista. El toro bravo merece más respeto y protección que todos los camaleones, linces ibéricos, ranas verdes y osos de los Pirineos juntos. No solo por ser un animal totémico desde hace cinco mil años en todas las culturas del Mediterráneo, sino porque es el símbolo bellísimo, fiero y arrogante de un país todavía existente llamado España, que sobrevivirá, le pese a quien le pese por los siglos de los siglos, amén.

Recuerdo cuando en las Ventas del Espíritu Santo en Madrid, en el maravilloso San Isidro, salía algún ejemplar especialmente hermoso, un toro guapo, la ovación de las andanadas a la belleza, sin saber aun si era un manso redomado. O los silencios de la Maestranza ante la posibilidad de la creación de la belleza efímera. O las tardes de feria en la Malagueta, con mi padre en el palco de la Gran Peña, donde por vez primera probé la Coca Cola y los sándwiches, mientras él me decía que atendiera y escuchara a dos señores mayores, siempre vestidos de traje oscuro uno y con una guayabera el otro, que comentaban en voz alta, porque el escultor estaba sordo como una tapia. Eran Sebastián Miranda y Don Antonio Diaz-Cañabate, el crítico de toros del ABC de entonces, el que inventó lo del «rincón de Ordoñez», y al que luego leí en su excelsa Historia de una taberna, tan madrileñamente bella y cultamente popular. De ellos aprendí lo de «echar la pata p'alante», lo de «parar, templar y mandar», lo de «cruzarse», la majestad del toreo rondeño de Ordoñez y la gracia pajolera, que diría el Pali, de la escuela sevillana del «Niño Sabio de Camas», envolviendo su menudo cuerpo de veinte años en seis chicuelinas seguidas con las manos bajas y la barbilla apoyada en el pecho, como debe ser según el canon eterno. Eso no puede acabarse, porque no se puede matar la belleza, que es el pecado que nunca se perdona. Y la salida de la plaza a hombros hasta el Hotel Miramar, donde mi padre quedaba citado con sus amigos a tomarse unas copas y comentar la tarde de toros. Cuánto aprendí allí de la vida solamente escuchando y acostumbrándome a no dar gran importancia a casi nada, cuando en el entonces majestuoso patio central entraba Hemingway, o Ava Gardner, o la Hayworth, o el monumental Orson Welles. Porque Málaga era así en aquella época y pude vivirla de cerca desde pequeño con mi padre y porque, gracias a Dios, mi madre era muy avanzada para su tiempo y aborrecía los toros.

Y en estas estamos. Entre cacerola y olla, banderas de España al viento y la ruina más espantosa que hubiéramos podido imaginar para la bajada del telón de nuestras pobres existencias, y que se nos viene encima como una ola imposible de evitar. Y no habrá más remedio que atarse los machos, como hacen los toreros machos y hacer frente a la acometida de la fiera, afianzando los pies en la arena del ruedo ibérico, intentando burlarla con el capote de echarle valor, como dice la gitana rubia de la lotería. No va a ser fácil, ni corto, ni superficial. La cornada puede ser de varias trayectorias y desgarrar la femoral y el escroto de este pueblo, estúpido a veces y bravo en otras ocasiones. Pero es lo que nos tenía preparado el destino que entre todos hemos creado. Sangre, ruina, sudor y lágrimas. Muertes ya ha habido demasiadas y alguien deberá responder por ello cuando llegue la hora, a las cinco de la tarde.

No he puesto la foto que acompaña a estas líneas solamente por una cuestión de orgullo nacional, que no solo no escondo, sino que pregono, porque me enseñaron desde niño y porque la patria no es otra cosa que la tierra de los padres y eso para mí es sagrado. ¿Si no es sagrada la tierra donde las cenizas de tus padres descansan hasta la eternidad, qué queda de sagrado en este miserable mundo que pretenden inculcar los canallas a nuestros jóvenes? Aparte del orgullo nacional, la he puesto también como ejemplo de lo que pienso que hay que hacer. Sí o sí. Ayudarnos unos a otros en el día a día, cada hora y cada minuto. Vivir los problemas de los demás como propios. Negarnos al egoísmo y escarbar la tierra hasta encontrar el agua que riegue nuestros resecos corazones.

El lunes pasado caminaba por la Alameda a las diez de la mañana. Volvía a mi despacho después de dos meses de teletrabajo, De esto también habrá que hablar algún día, porque es un tema como el de los libros y los ebook. Mire, como sucedáneo, vale, pero esto no es. Hacía una mañana gloriosa de brisa grácil y luz amable. El pavimento estaba regado y limpio y los quioscos de flores estallaban de colores. Hice varias fotos con el móvil. Una amable y graciosa señora florista, Mercedes, me invitó a comprarle esos tulipanes. Y no lo pensé. El dinero no sobra, pero la atracción por la belleza desborda. Y ahí están en un jarrón en casa, alegrando la vida. Compren flores en la Alameda, que llevan dos años de ruina entre metros y coronavirus. Pero compren también porque hay que ayudar a los demás. Y no pongan los precios por las nubes. Y compren frutas y verduras españolas y ayuden a los agricultores de casa. Y obliguemos a las grandes cadenas a vender productos de España. ¿Cómo puede ser que en Málaga no haya mangos o aguacates locales en donde siempre llega la primavera antes que a ningún sitio? Yo deseo lo mejor a nuestros hermanos del Perú, pero exijo que los mangos y aguacates sean de aquí y los plátanos de Canarias, en vez de bananas centroamericanas. Y me niego absolutamente a comprar espárragos chinos. En nuestra hambre mandamos nosotros y en el mercado también, pero no nos damos cuenta. Obliguemos como consumidores a terminar con los especuladores e intermediarios. ¿Hace falta que ponga el ejemplo de los inexistentes test del virus chino? Compramos lo que queremos y con nuestro escaso dinero hacemos lo que nos da la gana, no lo que nos digan desde ningún sitio, sean grandes almacenes, sean cadenas de supermercados, sea desde esa cueva llamada Moncloa. Saldremos adelante cueste lo que cueste. Pero con nuestro esfuerzo y nuestro trabajo y negándonos a ser expoliados y explotados por el sheriff de Nottingham.

Y como se dice en el toreo, que Dios reparta suerte.