Madrid nunca ha tenido buena prensa. Un «poblachón a medio construir», según Azaña. Un lugar «donde buscar voz sin encontrarla», según Larra. Una urbe en la que «todo es apariencia», según Galdós.

Existe un recelo ancestral en el resto del país, y en la propia ciudad, hacia todo lo que tiene que ver con Madrid. Pasa ahora lo mismo que con la bandera. Se asocia con la dictadura, con el centralismo desaforado, con la chulería de quien maneja los hilos del poder. Esa animadversión se está disparando durante esta crisis sanitaria, que nuestros políticos -cortos de miras- se afanan en convertir en batalla política. En Madrid, nuestros mandatarios luchan cuerpo a cuerpo, como el 2 de mayo y el 18 de julio. El cainismo político español, al que en estos días llamamos polarización, ha elegido las calles de la capital como teatro de operaciones.

El resumen de ese estado de ánimo lo ha hecho el diputado socialista Rafael Simancas -con mucho ascendiente en el actual PSOE- con unas palabras que hielan la sangre: «En España hay tantos muertos por el virus, porque en ella está Madrid» No ha sido el único en demonizar Madrid. TV3, la televisión pública catalana, se ha referido a Madrid como el «lugar de origen» del virus. Las propias televisiones nacionales, cada vez que llega un puente, alertan de salidas masivas de la capital, alentando así el miedo de la periferia a ser invadida por las hordas de madrileños. «Madrid es la nueva Cataluña», se ha llegado a decir a propósito del ránking de las antipatías de los españoles.

Por si fuera poca la inquina hacia la capital, los periodistas nos hemos encargado de elevar a categoría de movimiento social las imprudentes e infantiles protestas en el barrio de Salamanca, olvidando otras manifestaciones y otros lugares. Nos olvidamos de que en Madrid ya hace mucho tiempo que no existe la «zona nacional». Ya hay quien se ha apresurado a hablar del alzamiento de Núñez de Balboa, de la rebelión de los pijos, de los cayetanos, de los fachas armados de palos de golf, que en realidad eran escobas. Hay una insistencia sospechosa en fijar la atención en lo que se llama el facherío y en asociarlo con Madrid. Alguien debe de estar empeñado en convertir en un lugar hostil y malencarado el Madrid del «no pasarán», la capital de la gloria de Zúñiga, la capital del dolor de Umbral, el rompeolas de las Españas machadiano. Como si los 9.000 muertos, un tercio del total de todos los de España, no fueran suficiente desgracia.

La mezquina lucha política se encuentra en el trasfondo de este cambio de actitud hacia Madrid, esa ciudad donde hace apenas unos meses nadie se sentía extraño, viniera de donde viniera; ahora, a la fase cero ya no viene nadie. ¿Para qué? Dicen que Madrid es el fortín de la derecha y, aunque con frecuencia no lo parezca, la sede del Gobierno central. La presidenta Díaz Ayuso -que se esfuerza en ganarse las críticas cada día- y, en menor medida, el alcalde Martínez-Almeida -que se gana la popularidad a base de discreción- se han convertido en algo más que un gobierno local. Ni siquiera el mismísimo Casado es ahora la oposición al Gobierno. La verdadera oposición es Madrid. Esa batalla en medio de la tragedia hace un flaco favor a los madrileños.

No es honesto en estas circunstancias perder el tiempo en competir como niños a ver quién lo está haciendo mejor -o peor-, si Moncloa, la Puerta del Sol o Cibeles. Que no se equivoquen. De esto, por más que se utilicen como arma arrojadiza los muertos, los enfermos o las carencias hospitalarias, nadie va a sacar rédito político. Nadie va a salir bien parado. Lo anticipó el socialista extremeño Fernández-Vara condenando «las miserias contra Madrid» y vaticinando que «esta crisis se llevará por delante a toda la clase política de España». Salvar Madrid es salvar España y salvar España es salvar Madrid, gobierne quien gobierne en uno y otro sitio.

Admito que los adoptados por Madrid podemos padecer una especie de síndrome de Estocolmo, estar cegados por el agradecimiento a esa ciudad que Cela definía como una «extraña mezcla de Navalcarnero y Kansas City, poblada de subsecretarios». Se olvida a menudo que esos madrileños a los que tanto se desprecia son hoy, en su mayoría, esos adoptados que llegaron -llegamos- desde los mismos lugares donde hoy se les vilipendia.