Acabo de descubrirlo en el reflejo de un ventanal: me he enmascarillado con un libro. En realidad, lo que acabo de hacer no ha sido una obscenidad, sino un acto reflejo que vive en mí desde que Vercingetórix depuso sus armas ante Julio César. Cuando la parte no escrita de un párrafo llama a mi puerta, ceso la lectura, desvanezco la mirada, la nimbo y la acorto hasta convertirla en un viaje introspectivo.

Después, lentamente, para que el libro no se cierre, con primorosa sensualidad, sitúo mi pulgar izquierdo en la bisectriz inguinal de sus páginas abiertas y, parsimoniosamente, elevo el libro hasta que su borde llega al puente de mi nariz. Y, llegado ahí, lo dejo caer sobre mi nariz y mi boca, y me enmascarillo. Mientras, mi nimbada y acortada mirada permanece desvanecida, y yo embebido hasta que logro libar el néctar del pensamiento no escrito del escribano.

Que la parte esencial de lo escrito mora en el mundo superior de lo no escrito lo supe hace miles de lunas, pero para tomar consciencia de que cuando ello ocurre yo uso el libro como mascarilla he tenido que transitar unos cuantos miles de semanas, hasta la llegada del animálculo asesino, que ha venido a desvelármelo. Sí, así, como suena, el indeseable SARS-CoV-2 ha venido a descubrirme la diferencia que hay entre enmascarillarse con un libro y hacerlo con una mascarilla. Por cierto, entre enmascarado y enmascarillado hay diferencias, aunque la RAE no se haya manifestado aún.

SARS-CoV-2, más que a nombre de virus suena a nombre de robot-barman de los por venir.

-Buenas tardes, SARS-CoV-2.

-Buenas tardes, señor, ¿qué le sirvo?

-Un mojito, por favor...

La máscara, más allá de su relación de proximidad con el antifaz, es un sesudo eje vertebrador en el universo de la psicología clínica, particularmente la psicología analítica de Jung, que, de alguna manera, explicita las diferencias entre el ser y el estar, y, por ende, entre el ser y el parecer del sapiens.

La máscara a la que me refiero es una especie de uniforme social que identifica a los individuos y a sus tribus, y que explica meridianamente las últimas actuaciones de nuestro desafortunado corpus político. Interprétese corpus político en este caso, como el grupo de individuos de la política patria que han convertido el ágora de nuestra democracia en un mal circo romano con ineficientes leones de cartón piedra, cada uno en su escaño. Nuestra política brillaría si los que viven de ella supieran ejercer su papel con la misma precisión y coherencia con la que los leones verdaderos han comprendido el suyo.

Son demasiados los políticos que eligieron una desafortunada máscara para convertirse en persona. Y el resultado ha sido un lamentable error para ellos y, de paso, para todos los que alguna vez creímos en ellos. Si la pregunta del millón fuera en pos de conocer si la ciudadanía patria considera que nuestros políticos merecen el pueblo al que representan, la respuesta sería un lamentabilísimo y rotundo no, en negrita y con cuerpo de letra 1.00010, como poco. Doloroso.

Es un triste hecho que, si bien, nunca, ningún gobierno del mundo estuvo preparado para una situación de emergencia como la que estamos viviendo, las aturulladas estrategias de gestión por parte de nuestro gobierno dicen poco a su favor respecto de sus capacidades para gestionar la peor crisis mundial habida después de las últimas grandes guerras, pero ello no obvia el papel colaborativo exigible al resto de las tribus políticas que con sus peligrosamente interesadas componendas y patochadas pudieran estar jugando peligrosamente con la salud de la ciudadanía.

Interpretar que el animálculo coronado no es una mortal manifestación de la Naturaleza que atenta certeramente contra la vida de las personas, sino una oportunidad política propicia para desprestigiar y destruir al adversario es un ejercicio impropio y carente de la mínima longanimidad exigible a aquellos que viven profesionalmente de una política cuya esencia debiera estar presidida por el irrenunciable ejercicio de actuar a favor de la persona.

Atendiendo exclusivamente al derecho natural, el espectáculo de «despolítica» que estamos viviendo debiera merecer la inhabilitación del ejercicio de cargo público de la mayoría de nuestro próceres patrios, para los próximos diez siglos, o más, como poco...

En tiempos de excepción sobran las mascaradas, porque la gestión política solo tiene un camino: Fuenteovejuna.

Y, a posteriori, Dios dirá...