Cuánto mal ha hecho Hollywood en nuestra percepción del mundo. Miren si no la idea de maldad: nos la han envuelto en un halo de sofisticación que la hace irresistible al espectador, quien acaba por experimentar una atracción hacia el malo de la película directamente proporcional al coeficiente intelectual de éste. Sin embargo, las cosas no son así en el mundo real. La maldad se suele presentar de una manera bastante soez y terriblemente banal, por desastrosas que puedan ser sus consecuencias.

Queremos exorcizar la maldad absoluta depositándola en el alma ennegrecida de monstruos con los que no tenemos nada en común, sin darnos cuenta de que la tenemos al lado. Qué digo al lado: dentro de nosotros mismos; sólo hay que proporcionarle unas condiciones ambientales propicias para que aflore. A la historia me remito. Claro que los espectadores de pelis americanas suelen ser más abundantes que los lectores de Hannah Arendt, pero lo cierto es que el villano no suele lucir una capa negra ni ampararse en la noche: es más probable que sea -por ejemplo- un funcionario mediocre en el lugar adecuado que cuenta con el silencio cómplice de quienes le rodean y que, escalón a escalón, consolida unas conquistas que todos comienzan a percibir como normales. De ese modo, rebasa límites sucesivos de manera tan inadvertida como inexorable.

Es conocida la cita de Clausewitz en la que se define la guerra como la continuación de la política por otros medios. «La guerra es un acto de violencia para obligar al adversario a hacer nuestra voluntad», decía el general prusiano. Quizá nuestros políticos tampoco hayan leído a Clausewitz: me da a mí que están confundiendo política y guerra, destruir al rival con hablar, que es a lo que se va a un parlamento.