Fue sobre un fondo azul marino ('royal blue'). Aquellos recipientes de cristal y sus tapas doradas brillaban bajo los focos de Fortnum & Mason, la famosa tienda londinense de especialidades gastronómicas (en el 181 de Piccadilly, gloria de la Inglaterra victoriana). Resplandecían como las delicadas filigranas de la corona de Filipo II de Macedonia. También expuesta sobre un fondo azul, en ese otro espacio de honor en las tumbas reales de Vergina. Se encuentran éstas no muy lejos de la milenaria Tesalónica, ciudad de ilustre historia que a veces puede sorprendernos por su poco afortunado urbanismo actual. Como nos sigue sorprendiendo éste con excesiva frecuencia en otros lugares del Mediterráneo, otrora paradisiacos. Ocurre también en otras más septentrionales y sombrías latitudes. Recuerdo el mausoleo dedicado en la Plaza Roja de Moscú a aquel Lenin, momificado para su tránsito hacia la eternidad. El mismo que nos describió, antes de desaparecer en su mar favorito, un joven Robert Byron, en su irreverente 'Rusia primero, Tibet después'.

Me acerqué para poder leer la etiqueta de aquel recipiente: «Sicilian blood oranges marmalade». Mermelada de naranjas de sangre sicilianas. Son las que conocemos en España como naranjas sanguinas. Los sicilianos prefieren decir «arancia rossa», naranja roja. La alusión a la sangre siempre chirría algo en un lugar como Sicilia. Según los responsables de la Indicazione Geografica Protetta, la institución que certifica las bondades de ese cítrico, de piel y pulpas intensamente carmesíes, las variedades más valoradas son la Moro, la Sanguinello (proveniente de España) y la Tarocco. Son especialmente apreciadas las que se cultivan en las provincias de Catania, Ragusa, Enna y Siracusa. Lugares muy agradables, con tierras fértiles y un clima casi malagueño, sin demasiados extremos. La 'marmellata di arance rosse' la preparan también con mieles artesanales de la campiña siciliana. Pueden ser deliciosas

En el inteligente libro que Luigi Barzini le dedicó a sus compatriotas, los italianos, los capítulos más interesantes tienen algo que ver con Sicilia. Tiene mucha garra el dedicado a Sicilia y a la Mafia, la «onorata società». Como no podía ser menos, sobre él planea la sombra del más luciferino caudillo mafioso de todos los tiempos: Don Vito Cascio Ferro, natural de Bisacquino, cerca de Palermo. Decía el maestro Barzini que en Sicilia el rango máximo lo establece la capacidad de inspirar miedo de un caudillo. O caudillejo. De nuevo, recurro a la palabra de Félix Bayón, nunca ausente.

Parece que en momentos ásperos - como los actuales- se produce un cierto regreso al puritanismo, lo que es saludable€ Lo confirman voces que nos llegan del pasado. Es probable que sus mensajes ahora sean pertinentes. Como los de aquel teólogo de Sajonia, Hugo de San Víctor, muy influyente en el pensamiento escolástico del siglo XII. En las páginas de su 'De Institutione Novitiarum' fustigaba a aquellos que ordenaban a sus criados buscar alimentos tan carísimos como exóticos. Para el teólogo aquellos poco ejemplares cristianos «deseaban se desemejantes en el mérito, cuando tan sólo eran desemejantes en las viandas». También condenaba el docto agustino a aquellos personajes que rechazaban los alimentos asociados a la milagrosa cocina de los hogares más humildes, ya que una de las ventajas de las maravillosas cocinas históricas del Mediterráneo es que podemos disfrutar de ellas sin mala conciencia. En un cuento maravilloso ('Lighea') del autor de 'El Gatopardo', el inmenso Giuseppe di Lampedusa, evoca éste con amor a la «Sicilia eterna€la de las cosas de la naturaleza». Nos habla de «la fragancia del romero en Nebrodi, del sabor de la miel de Melilli, de las ondulaciones de la mies en un día ventoso de mayo€, de las soledades que rodean Siracusa, de las ráfagas de perfume procedente de naranjos y limoneros€»