Entra y huele el silencio limpio, casi perfecto.

Comparado con el ajetreo de hace solo unos minutos, le parece que ha viajado a otra dimensión, donde los problemas son ecuaciones que se han solucionado tiempo atrás. Piensa que en un lugar así posiblemente se aburriría, o quizás se consuela pensando que un sitio así sería soporífero porque sabe que es imposible, y sí, bendito aburrimiento sería ese, estaría genial vivir simplemente viviendo, sin tanto follón. Se da cuenta de que no para de darles vueltas a las cosas, de que aún tiene la cabeza en el ritmo de hace unos minutos, y sí, necesita acompasarse con el silencio, que es un regalo que no sabe abrir.

Deja las llaves, el móvil, se descalza. Va a la cocina, enchufa la cafetera. Le encanta oír el estrépito callado del envase de café, sentir en sus manos su textura arrugada. Entra al baño; la ventana está abierta y se cuela el ruido del tráfico. Se asoma, contempla la ciudad. Hace frío, pero le gusta. Cierra la ventana, se desviste y entra en la ducha.

Bebe el café despacio. Enchufa la radio a un volumen bajo, las noticias se derraman. Abre la alacena, aparta unas latas y de un hueco entre la tabla y la pared, coge un cuaderno. Escribe:

Eso de que nos acostumbramos a las cosas es casi verdad. Llevo dos décadas en el Almacén, he visto de todo y algo más. Vomité después de la primera vez que tuve que despedir a una persona. Me he enfrentado a crisis, huelgas y robos. Ya actúo con eso que llaman experiencia, que no es otra cosa que seguir haciendo lo mismo porque lo has hecho muchas veces. Me lo digo una y otra vez: es solo trabajo. Eso supongo que me hace ser eficiente y no caer en sentimentalismos.

Apura el café. Cierra el cuaderno y lo vuelve a abrir:

Esta madrugada, tras descargar varios camiones, han hecho un corrillo tres empleadas y los camioneros. No sabían que los vigilaba desde el despacho. Lo hago, más que nada, por alejarme de la puñetera pantalla del ordenador, de los datos, los pedidos, los proveedores. El turno de noche es eterno y hace tiempo que no me importa que me puteen a mí o a la empresa. Bueno, en realidad, prefiero lo segundo. Es normal. La empresa no es nadie y es alguien que, mientras curramos, está durmiendo con tranquilidad. O aún peor, como me contó Fernando: grupos de inversión que son gestionados por máquinas que a su vez rinden cuentas a otras máquinas que producen dinero que va de vuelta a otras máquinas. Me aturde pensar eso.

El caso es que, tras tanto turno de noche que llevo, se ha despertado en mí la necesidad de sentir a través de otras personas. Pero que no se note, que parezca que soy lo que sin duda ya me define: una mujer fría, responsable de que todo-vaya-bien. Por eso me gusta oír y ver sin que nadie se entere, escribir sin que nadie me lea. Es mi forma de desahogo. Y allí estaban, lo suficientemente lejos para ignorar que puedo saber de qué hablan, y lo bastante cerca para que la cámara y el micrófono me hicieran llegar sus rostros, sus palabras. Esta vez no han despotricado sobre el sueldo o los horarios. Hablaban de chuches. De regaliz, de fresa, de plátano. Parecían un corro de niñas y niños en el recreo desolador de una nave industrial a las cinco de la mañana.

Se me ha hecho un nudo en la garganta. He tenido que dejar de espiarlos.

Guarda el cuaderno, apaga la radio. Va al dormitorio y lo ve, como es su costumbre, dormido en diagonal. Le da un beso en el hombro y, casi sin despertarse, él le hace hueco y le pregunta:

-¿Todo bien en el turno?

-Lo de siempre. ¿Y tu viaje?

Él no contesta: se ha vuelto a dormir. Le abraza y cierra los ojos.