Seamos francos: en mitad de toda esta parafernalia de imposiciones sociales que comienzan a parecernos más normales que la antigua normalidad, afloran nuevas circunstancias que son de agradecer. Servidor no echa de menos, por ejemplo, el baile de fin de curso de los niños. Y, ojo, no me crean un ser oscuro al más puro estilo Grinch, es sólo que siempre he sido reacio a invertir sobremanera en momentos que precisan de una gran penitencia temporal a fin de poder disfrutar brevísimamente las mieles de tan sólo un instante. Los bailes escolares de fin de curso, que lo sepan, tienen más espinas que aromas. Todo comenzaba (los pelos se me erizan como escarpias tan sólo de pensarlo) con la proposición y valoración del disfraz de turno con el que los infantes darán color al evento. Una cuestión que, no se asombren, lo es casi de gabinete. En estos tiempos convulsos donde la ofensa emerge a flor de piel, que un niño se atavíe de pirata insulta a los colectivos defensores de la legalidad vigente; los vaqueros producen insalubres evocaciones a los padres que se proclaman contrarios a las armas y al capitalismo monopolista yankee; vestirse de flor resulta afeminado para algunos progenitores de varones y, si es de árbol, demasiado rudo y agreste para quienes ostentan la patria potestad de pequeñas princesas. Igualmente, tengan también en cuenta que meter a los infantes en danzas con uniformes profesionales puede resultar sexista y muy de despedida de soltero si uno no ajusta con tino el tema musical que acompañe. En la Costa del Sol, a fin de evitar tales trances, casi siempre se opta por algo aséptico, tradicional y consensuado como es el irremediable disfraz de marinero. ¿Problema solucionado?, en absoluto. Hasta ahora, Cristo no ha comenzado siquiera a padecer. La tangana comienza a tomar virulencia cuando, frente a la exposición fotográfica y vía grupo de whatsapp del aliño indumentario que se va adquiriendo, las rayas marineras de Amparito son azul turquesa; las de Manolito, celestes; las de Inesita, azul cobalto claro; los padres de Genaro dicen que sólo conocen el azul marino y el Azud de Vélez; y, como trueca, la madre de Fernandito anuncia que su niño irá de marinero, sí, pero de almirante, que hay que amortizar el traje de la primera comunión.

Y llegado, pues, el fastuoso día del acto, servidor se sienta en un salón multitudinario y a una hora infame donde cualquier persona de pro estaría echando la siesta para ver cómo desfila ante uno el extenso e infinito organigrama de cursos: hileras interminables de infantes adiestrados, infinitas logias, inabarcables legiones. Tras un largo aguante, tras una espera más que espartana, termina compareciendo el curso de tu niño. Suspiras alzando la cabeza para que se dé cuenta de que sí que estás ahí, pero, ¡oh, Dios!, lo han colocado en la fila de atrás, justo detrás de Ramiro, con quien precisamente no andan muy vigilantes en cuanto a su control del índice de masa corporal. Y claro, uno acaba cabeceando como la cobra, con movimientos oscilantes de medio ocho a un lado y a otro, a fin de intentar lanzarle un beso al niño cada vez que asoma por alguno de los lados de su extenso compañero. En éstas, la abuela de Ramiro, que casualmente está sentada frente a mí y que, proporcionalmente, goza del mismo tallaje que el nieto, se levanta para hacer fotos. Mi danza de la cobra se expande con tal de no recriminar a tan imponente señora. Y es al final, entre los aplausos de la coreografía conclusiva, cuando mi hijo me mira y, sonriente, me descubre. Y es ahí, en ese preciso momento, donde te das cuenta de que estás donde tienes que estar, a pesar de los baches.

Y nada importa ya la gama de los azules, y te emocionas y aplaudes la insustituible labor del profesorado porque tu criatura crece feliz y en grupo, salvando año tras año los desasosiegos de cada tramo de crianza, ajeno aún a los inciertos peligros que la vida le reserva. Y es entonces cuando añoras que dejara de crecer, que fuera siempre así, pequeño, libre y feliz, para poder seguir invirtiendo a su lado y por siempre todas las siestas y horas del año.