Salgo del portal en bicicleta e inspiro con fuerza el aire fresco de la mañana. Saludo a un vecino y cuando estoy ya a unos cien metros de mi edificio me percato de que se me ha olvidado la bici. En realidad voy andando. Menos mal que no se me han olvidado los zapatos. Zapatos que sería un poco exagerado calificar de patria, pero que sí son a veces mi país. O mi región. Veo a alegres desayunantes en La Canasta y en tramo de calle Hilera que va hasta el hotel NH recibo en el lomo un sol estimulante. Tanto, que me vienen a la cabeza dos aforismos que trato de apuntar en el teléfono, pero el ruido que me llega de la obra donde irá emplazado el hotel de Moneo me distrae. Además, las gafas se me han empañado por llevar la mascarilla. Así que estoy jadeante, acalorado, medio ciego y ligeramente ensordecido. No sé si es el estado ideal o mejor sería apretar el paso. Me gustaría decir que veo a un grupo de obreros con chaleco amarillo que se afanan en su curro pero ya digo que no veo nada, lo atisbo. El embrutecimiento pasa pronto, el ruido se amortigua, limpio las gafas y me anclo a una sombra. Ya casi estoy en Atarazanas, casi ganando Puerta del Mar. Bullicio, oficinistas, gente con bolsas de la compra. Un señor que se parece a Maradona porta un cartapacio aparatoso en el que tal vez lleve unos adverbios de lugar o los planos de un hangar o la documentación de una herencia. Enfilo calle Nueva. Algún día podría entrar al Starbuck. Veo al señor sin brazos que pide limosna. Hay guiris caminando despreocupadamente y no sé de dónde han salido esos guiris. En la casa del libro tienen un dispensador de gel a la entrada y dentro dos personas. Dos personas higienizadas entre miles de libros y millones de palabras. En el escaparate hay un libro que me hace señales. Es un libro joven, esbelto, parece simpático aunque está un poco delgado. Me lo llevaría, pero tengo prisa, pocas ganas de nueva normalidad y un montón de libros en la mesilla que cada noche me rugen. El otro día, mejor dicho, la otra noche, nada más quedarme dormido me mordió uno y tuve que prometerle que lo cogería en cuanto amaneciera. Amaneció y no cumplí mi palabra, me deslicé silencioso fuera de la cama y atendí al teléfono, que ruge más sibilina y sugerentemente. Estuve tentado de poner un tuit anunciando que me iba a preparar un café pero opté por prepararme el café. En la plaza de la Constitución hay un local que pide inquilinos, una terraza, la del Café Central, llena y gaviotas en busca de palomas. Es el momento indicado para meter la palabra tráfago, que describe bien el ambiente. Tráfago significa ajetreo, actividad intensa. Estoy deseando encontrarme a un conocido y decirle, hombre, amigo, qué tal, vaya tráfago. Pero no me encuentro a nadie aunque sí veo a gente cuya cara me suena. Pero no es plan de abordarlos y tampoco estoy yo tan expansivo, ahora que lo pienso. Y ahora que lo pienso llevo en el bolsillo el candado de la bici, tal vez por eso me sentía pesado. No sé si ir hacia Larios o hacia Salvago. No es fácil elección. Y lo que puede cambiarte la vida según elijas uno u otro camino en una encrucijada.