El código punitivo de Hammurabi no sorprende tanto por los intercambios de ojos o por el castigo con la muerte al médico que pierde un enfermo, sino por la dureza ejemplar que reserva al falso testimonio. La invención ante el tribunal desarma cualquier pretensión de justicia. Si la falsedad corresponde a un personaje investido de elevadas dignidades, la farsa judicial se agrava. Un ministro debería saberlo, máxime cuando ha presidido la sala de lo penal de la Audiencia Nacional. Los desafíos a la verdad encadenados estos días obligan a revisar las obras completas de Grande Marlaska.

Un país puede permitirse un ministro mentiroso, el cínico añadiría que ninguna nación de Gobiernos sinceros tiene garantizada la supervivencia. Ahora bien, cuando es un juez quien señala por dos veces ante el Parlamento que "ni yo ni nadie solicitó ni el informe ni acceder a su contenido", queda muy comprometido al desvelarle la grosera motivación de la destitución con dos años de retraso del coronel Pérez de los Cobos. Y ahora Marlaska ensaya la pirueta de que necesitaba saber sobre la existencia del atestado, sin entrometerse en sus tripas. Cuántas veces se habrá encontrado, durante su trayectoria como instructor, con culpables titubeantes que intentaban revestir sus fabulaciones de artificios similares.

El complejo de superioridad de Marlaska ha rodado por los suelos, pero no se dirime aquí la vanidad infinita del ministro. El poder no puede negarse a suministrar una verdad evidente, descalificando a quien se atreva a insinuarla. El titular de Interior rebaja la presión sobre Illa y Simón, al mismo tiempo que aprende que mentir es más difícil de lo que parece. En la desesperada búsqueda de coartadas, debe esgrimir la ínfima calidad de sus montajes, un doble fase mortal que a no dudarlo perfeccionará en futuras prestaciones si el tiempo y Sánchez lo permiten.