Nuestro ánimo por cuantificar las cosas nos ha llevado a considerar las terrazas y balcones de las viviendas como un residuo, un espacio desaprovechado que regalábamos al éter y cuyo único sentido residía en la promesa de unos metros cuadrados futuros que sumar al interior de la casa, una vez instalados los cerramientos oportunos. Mediante este procedimiento de sustracción de volumen de aire de la calle, nuestra propiedad veía incrementado su valor de tasación y se obtenía una habitación más, quizá un cuarto de estudio para la prole o, más habitualmente, un trastero con luz natural. A fin de cuenta, esos metros cuadrados son medibles de forma objetiva, a diferencia de los valores que se perdían por el camino de manera irremediable: vistas, claridad y la posibilidad de sentir la brisa en el rostro mientras se observa a los viandantes de manera despreocupada. Pero, por lo experimentado durante el confinamiento, quizá haya quien se haya cuestionado la decisión de haber cerrado su terraza en el pasado. ¿Habrá quien haya optado por restituir su piso al estado original? A una escala mayor, también han surgido voces que han reivindicado repensar las ciudades, recuperando más superficie libre para el paseante. Como se ha visto, a los ciudadanos les ha faltado el aire en el interior de sus casas y les ha seguido faltando cuando han podido por fin salir a la calle; ha habido que restar espacio al tráfico rodado para obtenerlo. Pero destinar el asfalto al paseo es sólo una medida de urgencia: para eso están aceras y plazas, diseñadas con ese fin a lo largo de la historia. Lo que ocurre es que en los últimos tiempos estaban llenos de mesas y sillas, y sus concesionarios reclaman ahora más: la ecuación parece irresoluble, las personas deben ser prioritarias.