Durante una tutoría, converso con América sobre el alma. No sé cómo hemos llegado hasta aquí. Ella tenía que leer “El hombre lobo” de Angela Carter, escribir un cuento a partir de un cuento clásico. Lo mismo que hizo Carter. El cuento de América no es verosímil. Intento explicárselo. Muchas veces me pierdo en metáforas, analogías. Otras veces encuentro una que puede servir y la repito en varias ocasiones, hasta que se queda conmigo. Hablamos de “El patito feo”, el cuento clásico que ella ha elegido. Le cuento un cuento de cocodrilos y un dragón que funciona igual que el cuento clásico. Al otro lado de la pantalla, América lo entiende. Se muestra convencida. ¿Cómo hemos terminado hablando del alma? Ambos creemos en la energía. Con matices, pero los dos creemos que no somos solo un cuerpo, que cuando el cuerpo deje de funcionar, se conservará nuestra energía. ¿Seremos nosotros? ¿Importa? América dice que cree que mi abuela sigue velando por mí. Por eso estamos hablando del alma. A ella, a América, le gustó mucho el artefacto donde hablaba del entierro de mi abuela. Su pérdida. Lo publiqué hace dos o tres semanas. Volvemos a hablar ahora de él. ¿Creemos en la reencarnación? Le recuerdo que el otro día leímos “Laura” de Saki. Nos reímos. El cuento de Saki juega precisamente con esa idea.

A la mañana siguiente, el ordenador me notifica que tiene que actualizarse. Es antiguo, es lento, pero es estable. Cada vez que me pide una actualización, dudo. No me importaría que no tuviera que actualizarse nunca más. Funciona. Ya me ofrece todo lo que necesito. Puedo escribir, puedo enviar y recibir correos, puedo navegar por internet. No necesito ninguna función nueva ni hacerlo más rápido.

Acepto que instale la actualización. Aparece un mensaje esperanzador: “Faltan 3 minutos para la actualización”. El ordenador se reinicia y bajo el logotipo de Apple aparece un nuevo mensaje: “Faltan 48 minutos para la actualización”. Cojo Diario de lecturas de Alberto Manguel y me voy al sillón de leer.

El sillón de leer lo compré el primer año de vivir en Málaga, cuando todavía estábamos en el ático de Teresa Azpiazu. Lo compramos en una tienda de sofás y camas. Habíamos llegado a un acuerdo con nuestra casera, allí estábamos de alquiler, para cambiar el colchón de nuestra cama. Miramos varías opciones, también en internet, y elegimos el mejor en relación calidad-precio, ajustándonos a un presupuesto medio, como si fuéramos a pagarlo nosotros. A la casera, vivía en Melilla, hablábamos por WhatsApp, parecía darle igual. Pagábamos puntualmente el alquiler, llevábamos un año viviendo allí. Teníamos contrato para otros dos.

La tienda donde compramos el colchón era una nave que hacía esquina y estaba cerca del ático. Allí vi el sillón. No el que yo compré, uno similar. Llevaba con la idea un tiempo. Tener un sillón para leer. Sólo para eso. Pero tampoco quería que fuera un sillón de Ikea, todo el despacho lo era, lo es, y no quería que pareciese una fotografía de su catálogo. Sin embargo, todos los sillones que me gustaban resultaban caros. Al menos, para nuestro presupuesto.

En realidad, yo quería que mi sillón de leer fuese el de mi abuelo. El sillón de escay beis en el que él veía sus películas de vaqueros. Sigo queriéndolo. Ese sillón estaba, sigue, en el desván de la casa de mi hermano Dani. Durante un tiempo ya había sido mi sillón de leer.

Fue en otro piso, en Leganés, cuando todavía vivía en A Coruña y viajaba a Madrid para dar clases en los talleres Fuentetaja y buscar un editor y trabajo como gestor cultural. A pesar del vuelo, del tiempo, era rentable. Eso creo, nunca he sido muy bueno para calcular este tipo de cosas. Pasaba dos días, tres, en aquel piso sin muebles. Solo había un viejo escritorio, una vieja estantería con diccionarios y algunos, pocos, libros. Los que se acumulaban en mis idas y venidas.

Recuerdo aquel grupo de alumnos, los del taller de Fuentetaja, las cañas de después en un bar próximo, en plena Gran Vía, el trayecto en Metro hasta San Nicasio. Llegar ebrio y leer hasta quedarme dormido. Había una cama de matrimonio. Nos la había regalado mi madre.

Aquel día, cuando nos decidimos a comprar el colchón para el ático de alquiler en Málaga, pregunté cuánto costaba el sillón. Me sorprendió que no fuera caro. Mejor dicho: que pudiéramos pagarlo. Además, los hacían allí cerca, por encargo. Tendríamos que esperar a que hicieran el nuestro. Podíamos elegir la forma, las patas y la tela. Según esas opciones el precio variaba, pero podíamos pagarlo. Lau quería que me lo comprase. Darme el capricho. No me cabría en el despacho, mi idea original, pero podíamos ponerlo en el salón, junto a la ventana. En ese caso, la tela tenía que ser azul, un poco gris, para que hiciese juego con la chaise longue. Lo encargamos. Tuvimos que esperar un mes para que nos lo sirvieran.

Ahora, el sillón de leer está en mi despacho de la casa del jazmín en la esquina. Telma pasa muchas horas en él. Sobre todo en invierno. Cuando no está tumbada en él, lo usa para llegar a la mesa donde escribo. Se acerca por el brazo más cercano y pega un pequeño salto. A veces resbala al esquivar los libros que se amontonan en ese extremo de la mesa. Luego se tumba sobre mi muñeca, o delante del monitor, un iMac de 21 pulgadas, lento, antiguo, pero seguro que compré cuando decidí que no quería volver a perder tiempo en averiguar cómo funcionan los ordenadores ni sus programas. Sólo quiero sentarme, pulsar una tecla y empezar a escribir. Leer.

Cuando terminó de actualizarse, pulsé play en el disco que estaba escuchando el día anterior, Set my heart on fire inmediately de Perfume genius, y abrí el procesador de textos, el archivo con el nombre “artefactos”.

Copié el fragmento que acababa de subrayar en el libro de Manguel: “Al final, dice Chateaubriand, nada perece: "