Lunes. Para mi gusto ya éramos bastantes en casa, pero mi hijo ha decidido aumentar el censo con plantas y ahora tenemos un tomate, o tomatera, y una cebolla. La cebolla crece esbelta. Cuando le digo que irá a una ensalada, se enfada. Mi hijo, no la cebolla. Le da pena. Los niños le tienen mucho cariño a todo bicho (o planta) viviente. Luego crecen, ellos y las plantas y el perrito, y ya van surgiendo los desamores y desengaños. Yo adopté un gato cuando era pequeño. Éramos pequeños el gato y yo. Estaba algo tuerto el pobre. Y lo apodamos Falconeti, que era un malo, creo que tuerto, sí, de una serie de moda por aquel entonces. De ese tiempo en que las series se veían al ritmo de un episodio a la semana siempre y cuando estuvieras en casa a esa hora. Y que en 'la segunda cadena' no hubiera fútbol. Supongo que aquel gato estará en el cielo de los gatos, se lo merecía. A saber qué va a ser de nuestra cebolla.

Martes. Han levantado un edificio enfrente. Espero que en los bajos pongan un Mercadona y un café decimonónico. He visto durante todo el confinamiento como el edificio estaba varado, fantasmal. Antes lo vi crecer, día a día. Ahí está. Una nueva realidad que me ha quitado un poco de vista y me ha robado horizonte. Veo aún sin embargo la torre de la catedral, lo cual no es mucho mérito. La torre de la catedral se ve desde muchísimos puntos de la ciudad. En todas las ciudades pasa. En todas las ciudades que tienen catedral. Yo no sé si el progreso definitivo de una ciudad llega cuando ya tiene edificios más altos que su catedral. Los bajos del edificio son amplios locales comerciales vacíos aún. Ese café decimonónico tendría las mesas de mármol y las sillas de madera, camareros uniformados y muchos escritores y pintores haciendo sus tertulias, políticos conspirando, oficinistas de escaqueo y pequeño burgueses liberales desayunando suizos o merendando churros. Luego todos iríamos al supermercado y compraríamos el mismo papel higiénico y eso ya nos igualaría.

Miércoles. Hay billetes pagados para un viaje. Pero, ¿hay ganas de viaje? La duda infecta el espíritu. Esta duda, no la duda en general. Viajo mentalmente a mi destino favorito: la inopia. Los billetes son para un lugar donde el verano es más leve, el acento es muy distinto y el mar, que golpea con fuerza y juega a crear acantilados, tiene otro nombre pero la misma belleza. El mundo puede ser radicalmente distinto a una hora de avión. Vuelvo de la inopia y viajo a la cocina. Se ha vuelto uno, obligada y confinadamente, más cocinillas, más previsor en lo doméstico. Sé perfectamente cuándo se va a acabar la leche, cuántos botellines de cerveza quedan y qué almorzaremos pasado mañana. Lo nunca visto.

Jueves. La vieja vida: doy un paseo y desayuno en la calle. La mantequilla del pitufo es suave y con un punto exacto de sal. La mesa más cercana está a dos metros. Verás tú que no va a estar tan mal este mundo nuevo. Pasan conocidos enmascarillados. Los 'hola' salen guturales de las mascarillas. Pongo un tuit tratando de inventar un neologismo. Sí, pongo un tuit. En lugar de disfrutar del fresco matinal, de las vistas, del café. El tuit tiene cierto éxito. No sabe uno si con esto el día ya está echado, unos elogios por aquí y allá en las redes. Vaya conformismo, ¿no?

Viernes. Los trámites burocráticos son ahora igual de engorrosos que antes. Vuelva usted mañana. La única diferencia es que puedes hacerlos (intentar hacerlos) despeinado y sin camiseta en tu salón. No hay manera de que funcione la web para matricular al chavea. Veo que a mucha gente le pasa lo mismo. Me pongo una camisa a ver si es que los dioses han castigado mi poca elegancia. Nada. No va. No es la única institución así. Y la firma o certificado digital o como se llame vale a veces menos que una etiqueta de Anís del Mono. El día acaba en una terraza con buenas vistas. Cerveza con olor a jazmines. El camarero se parece a Hugo Silva. Yo sé que los del Ministerio están entre nosotros.