El verano va llegando poco a poco y el terral ya ha hecho algunas tímidas apariciones de vientos racheados de poniente, que levantan la tierra de la playa de La Malagueta y hacen muy desagradable el paseo y peor aún cuando, llegando a casa, las pelusas de los plátanos de indias provocan escozor en los ojos y una especie de estropajo en la garganta, que diría Bergamín. Una luz cristalina e hiriente deslumbra los ojos a través de los cristales empañados por el propio vaho que la mascarilla impide salir. Todo produce la sensación de malestar y desagrado, simplemente por estar descolocado, exagerado, dislocado y exaltado. La tierra, el aire polvoriento caliente y desenvuelto, las pelusas, la luz agradabilísima en otros momentos tan violenta ahora, las aceras llenas de papeles, hojas secas y envoltorios de helados, el color grisáceo del mar en dirección a levante, como si fuera un inmenso río... el malestar que produce el caos, la falta de norma y canon, el desajuste, la desproporción y la desmesura y hasta el cerebro se llena de una amalgama de caos y confusión. Todo lo que en circunstancias normales es belleza y armonía se convierte en algo insoportable en cuanto falta el rigor y la lógica. Y hoy parece que la naturaleza se hubiera levantado de la siesta con los cables cambiados.

O no. A lo mejor lo que ocurre es que todo es un trasunto del disparate en el que estamos inmersos de hoz y coz -y lo escribo no en sentido figurado- a nivel de país, de pueblo, de sociedad. Nada es normal. Nada tiene sentido. Nada encaja, ni las cifras de muertos, suponiendo que uno se preste al juego macabro de reducir las existencias de seres individuales, libres, inteligentes y pensantes a meras cifras, a tantos por cientos, a curvas y gráficos. La vida única de un ser único en toda la eternidad, reducida a un número, que encima es erróneo, o inexistente y hoy está muerto y mañana vivo. No cabe mayor iniquidad. Y encima se ríen en el Congreso, no escuchan, hacen como que envían mensajes por el móvil, o fingen anotaciones, o juegan al 'Candy Crush', sea lo que sea semejante idiotez.

¿Cómo íbamos a suponer la noche del treinta y uno de diciembre, mientras brindábamos por el nuevo año y hacíamos un alto en las declaraciones de amistad y amor, o declaraciones de odio eterno tan propias de esas fechas entrañables, que íbamos a estar como estamos a fecha de hoy? Con cuarenta mil muertos -y caigo en la trampa numérica- después de dos meses y medio, que aún les parecen pocos a nuestros desgobernantes, con las cabezas alteradas seriamente, en la más absoluta ruina y aterrorizados ante un futuro para el que nos hablan de tecnicismos, ERTES, ERES, cientos de miles de millones de ayudas que nadie aclara cuándo, ni cómo, ni en forma de qué van a llegar. Y una ciudad que vive del turismo cultural prácticamente, tiene los hoteles cerrados, no hay ni un turista y a los museos no va ni un alma, se anula la Semana Santa y ahora la Feria, con razón en ambos casos, y seguimos embaucados en la idea de que debemos continuar encerrados. No conozco ni una sola persona a la que le hayan practicado un test de mucha, poca o ninguna fiabilidad aleatoriamente. Todos los que conozco que se los han hecho, han sido porque ellos personalmente han querido hacérselo. Y pagándolo. Y mientras nos entretenemos echándole la culpa de todo a la momia de Franco, al idiota PP, al desinhibido Vox, o a Trump, al que aborrezco en su zafiedad de patán, pero que ha tenido la ocurrencia de crear dos punto seis millones de puestos de trabajo en los ferozmente odiados Estados Unidos. Y unos niñatos ignaros se arrodillan en esa escuela de idiocia llamada 'Operación Triunfo', para pedir perdón por la muerte atroz de un negro norteamericano en una ciudad de un estado de los que desconocen hasta la letra por la que empiezan, sin acordarse de que aquí han muerto las decenas de miles que sean de todos los colores de todas las razas, pidiendo perdón colectivamente, desconociendo absolutamente que no existen las culpabilidades colectivas, como cuando los judíos eran considerados asesinos de Dios por Roma, o los españoles genocidas de América, o el 'Rusia es culpable' de Serrano Suñer. Ya sé que estoy hablando de cosas que muchos desconocen, porque nadie se las ha enseñado, pero por si algún chico me lee, has de saber que todas las razas se han matado unas a otras desde toda la eternidad y seguirán haciéndolo lo que quede de ella. Y a lo que hay que dedicarse es a construir la paz, que no se empieza por pedir un perdón estúpido porque te lo indican otros ignorantes, que indirectamente ocultan otras muertes. Basta del concepto del perdón, que solo conduce al establecimiento de una superioridad de unos sobre otros. El concepto del perdón es ridículo. Solo hay que dejar a la gente vivir en paz, como quieran, con quien quieran, sin opresiones, ni salvadores de las patrias, ni caudillos no esperados, ni deseados, ni falsos profetas. Ni gobiernos descerebrados, compuestos por gente que solo ansían destrozar aquello para lo que se han aliado para gobernar. Ni los animales son tan importantes, o más que los seres humanos, de ninguna manera. Ni las mujeres, ni los hombres son superiores unos a otros colectivamente. Somos personas, seres humanos, independientemente del sexo que cada cual tenga, o de sus apetencias sexuales. Y hay mujeres absolutamente superiores a todos los hombres juntos, pero no por ser mujeres, sino porque su cerebro, su inteligencia y su bagaje intelectual son superiores a los de cualquier tío, aunque tenga un órgano sexual mayor que el de Fernando VII, que ya es decir. Ni en Estados Unidos (por cierto, conozco a gente aparentemente inteligentes y normales, que se niegan a conocerlo, porque consideran una quiebra a sus principios viajar allí, al único país que nació libre en la Tierra), un negro está condenado a ser pobre toda su vida, ni mucho menos, de la misma forma que he visto a mujeres muy ancianas blancas, ejerciendo de controladoras del peaje en una autopista en Miami, porque tienen que sobrevivir y allí se puede y se debe trabajar mientras el cuerpo aguante, como bien sabe el gran Joaquín Achúcarro, que sigue feliz tocando el piano en Dallas con ochenta y siete años, adonde se marchó, cuando en la España socialdemócrata le dijeron que si cobraba una pensión, no podía trabajar. Claro que allí, el presidente del gobierno hace tiempo que habría sido objeto de un impeachment y estaría en su casa, desde que pronunció la primera mentira, que apuesto lo que quieran que nadie recuerda cual fue, tan esplendorosa y abundante es su colección. Y el señor vicepresidente segundo del gobierno ya se habría visto sometido a un interrogatorio de los de allí, por una comisión del congreso, para que aclarara no ya el origen del capital para comprar el chalet, sino para aclarar sus relaciones con los regímenes dictatoriales y narcotraficantes de Sudamérica. Y en directo, no por plasma.

Y para qué hablar de Cataluña, en la que el máximo representante del Estado se rebela contra el Estado del que recibe la legitimidad, viola la Constitución y declara la independencia. Solo en una sociedad como la española, en la que se dice que todas las ideas son respetables, se contempla algo semejante con la apatía y el aburrimiento cósmico con que un español sabe y puede aburrirse. Algo sin igual, sin parangón. El bostezo español solo es comparable al del león en cuya boca cabe media sabana.

Y el ministro del Interior, bueno, esto ya es de traca, de revolcarse, como se decía antes. Un juez al que se ensalzó por las nubes, porque al hecho de ser un magistrado cumplidor de la ley y de su obligación -cosa que hacen todos los días cientos de miles de españoles sin que nadie los ensalce, en profesiones aún más arriesgadas como mineros, o albañiles, que las de juzgador con escolta de terroristas -unía el hecho de ser abierta, valiente y dignamente homosexual, lo que siempre da hoy en día un plus de modernidad. Pero este señor llega a su despacho de ministro rey del mambo y se dedica a desarbolar la estructura de la Guardia Civil en una manifiesta decisión prevaricadora, que no es sino el hecho de dictar una resolución arbitraria en un asunto administrativo, a sabiendas de que dicha resolución es injusta y contraria a la ley. Así de simple y así de terrible. De la ignorancia de Irene no hablo. Sería, como hablar del tiempo, aburridamente interminable.

¿Y qué decir de la labor de zapa contra la Corona, fomentando el odio, el desprecio y la ridiculización de la misma llegando a escribir gentes de mentes enfermas por la droga y el alcohol -de noche sola y borracha- a desear una guillotina a una niña de catorce años con carita de cielo, por el hecho de ser princesa de Asturias? Y el Rey buscándose escenarios donde ayudar e intervenir, aunque sea contra la voluntad de la presidencia del gobierno, que lo ha maniatado, relegado y confinado. De la misma forma que nos han confinado a todos, con la cobertura perfecta de la peste china como coartada. Y las ovaciones a los médicos, que no querían más que dos o tres días de aplausos, sino medios que no tenían y protección contra la muerte entre la que vivían y morían, mientras los falsamente bienintencionados -yo al principio también entre ellos- profesionales liberales pacíficos, ortodoxos, políticamente correctos y civilizados, salíamos a las terrazas a las ocho para cumplir con nuestra obligación de buenos ciudadanos y tocar las mismas palmas que se tocan en una conferencia más, o menos brillante. Pero ninguno nos hemos acordado ni una vez de la Unidad Militar de Emergencia, unos chicos que se han jugado la vida, haciendo las labores más terribles como recoger muertos escondidos o desaparecidos, como se la juegan en todas las catástrofes, como el verano pasado en los terribles incendios de Gran Canaria, que solo se apagaron cuando llegó el Ejercito, mientras dos cadáveres siguen enterrados todavía en la basura de la beatífica Euskadi Sur de Aitor y otras zarandajas inventadas por el demente Sabino Arana, por los escrúpulos peneuvistas santurrones y loyolistas a que la UME entre en el solar sagrado de la tierra vasca. Miserables explotadores de maquetos y charnegos, como la también santurrona y oligarca burguesía de Pedralbes y San Gervasi, que llora a lágrima viva cuando cantan el 'Virolai' ante la Moreneta, o bailan una sardana inventada por un andaluz con la seriedad de un rito milenario de un siglo de vida. Y este año maldito de doble cifra y bisiesto será recordado como el que trajo muerte, ruina y desolación. Y mentira, hipocresía, falsedad, mitos, falsos dioses, verdades inventadas e impuestas, estados de alarma con toque de queda encubierto. No se ha celebrado la Semana Santa por vez primera desde entonces... A este paso es posible que no haya Navidad. No ha habido Día de las Fuerzas Armadas, algún día, por cierto, escribiré de Fernando III de Castilla, el santo cuya festividad celebra el treinta de mayo, el rey caballero, guerrero, poeta en gallego, escribidor del borrador de las Siete Partidas de su hijo Alfonso X el Sabio, conquistador de Jaén, Córdoba y Sevilla, constructor de las catedrales de León y Burgos, unificador definitivo de los reinos de León y Castilla, creador del castellano como lengua común y franca en todos los territorios de su reino base del español y de España, creador de la Universidad de Salamanca... Con la décima parte de lo que él hizo, los ingleses se inventaron al rey Arturo y la saga de las leyendas artúricas y mitificaron a un cobarde como Ricardo Corazón de León. Cuando el rey Fernando se sintió morir, lo hizo sobre un lecho de ceniza en el suelo, con un dogal en el cuello, para morir de forma humilde y casi indecorosa, como Cristo y un cirio encendido en sus manos temblorosas como símbolo del Espíritu Santo. Y en Sevilla yace a los pies de la Virgen de los Reyes, la que siempre llevó consigo en las campañas de guerra, en un triple sarcófago de plata. En estos días de luto nacional, me han dicho que la Macarena ha vestido de negro. Como cuando murió Joselito el Gallo. No lo sé. Y tampoco importa mucho. Mientras haya un rincón donde se guarden las tradiciones, seguirá viva la débil llama del alma de este país, aún llamado España.