Sostiene el Gobierno que de esta epidemia vamos a salir más fuertes, como si hubiéramos seguido una dieta del reconstituyente Cola-Cao durante el confinamiento. En realidad, vamos a salir más limpios. La gente se lava las manos más que el mismísimo Pilatos y, aunque no existan todavía datos oficiales, es seguro que habrá aumentado tan exponencialmente como un virus el número de ciudadanos que se ducha al menos una vez al día. Las casas huelen a lejía que da gusto, con los beneficios en materia de desinfección que eso supone. Si tal ocurre con los hábitos de higiene privada, no menor es el beneficio en lo tocante a la pública. Nunca los baños abiertos a la clientela relucieron tanto como en estos tiempos del covid-19; y es de suponer que ese cuidado meticuloso continuará una vez que haya terminado -si algún día termina- la epidemia en declive. Muchos de esos aseos públicos incorporarán grifos con sensores y puertas sin picaporte, con el saludable propósito de que no compartamos virus y bacterias al andar toqueteándolo todo. Y hasta es posible que la tecnología generalice el uso de los sofisticados váteres japoneses dotados de música y -sobre todo- de un chorrito de agua que hace el papel de un bidé. Con el consiguiente ahorro del otro papel, como es lógico. El miedo al bicho, plenamente justificado, hará que cuidemos hasta la exageración nuestras prevenciones en materia de higiene. Esto va a ser una auténtica revolución en lo que toca a los hábitos sociales, que antes de la llegada del coronavirus incluían un par de besos a modo de saludo al sexo contrario y toda suerte de abrazos y palmadas entre los amigos. Todo eso se ha acabado por un largo período de tiempo que, muy probablemente, abolirá las costumbres mediterráneas -o latinas, si se prefiere- de España e Italia, los dos países de Europa más afectados por la pandemia. Estamos hablando de un cambio cultural de grandes proporciones. De los italianos, tan dados a gesticular, solía decirse que enmudecerían si se les atasen las manos y no pudieran expresarse con ellas. Los españoles no llegamos a tanto; pero también es cierto que cuesta trabajo imaginarnos guardando las distancias que impiden el compadreo de pasarle el brazo por el hombro a los demás. No digamos ya el hábito de besar a desconocidos -y desconocidas- cuando nos los presentan. Entraremos en una nueva normalidad de todo punto anormal que por fuerza va a asimilarnos, también en esto, a los países anglosajones donde es costumbre mantener las distancias. A cambio, el virus de la corona nos convertirá en gente devota de la higiene, para beneficio indirecto de los fabricantes de jabones, geles y lejía. Lo de que vayamos a salir más fuertes ya no parece tan claro, por más que lo diga el Gobierno. O por eso, precisamente. El largo confinamiento podría haber debilitado, más bien, el sistema inmunológico de los cautivos; aunque los expertos no llegan a ponerse de acuerdo sobre este punto. No es seguro, en todo caso, que la falta de ejercicio propia de la reclusión haya mejorado el tono muscular de la ciudadanía, sino todo lo contrario. Quizá el Gobierno quiera decir que salimos más fuertes de espíritu; pero esa es una afirmación algo temeraria a la vista de la crisis financiera que está al caer. Dejémoslo en que salimos más limpios. De cuerpo y de bolsillo.