Nada en Picasso está en reposo. Ni siquiera cuando el latido del instante en sus dibujos se muestra delicadamente armónico. Alguien con mirada intuitiva o educada en la lectura de la plástica, enseguida advertirá que en la perfección de los mundos a pulso de Picasso el sueño sucede dentro y fuera del dibujo. Ocurre igual que en sus óleos. Ninguna pintura es dos veces la misma. Esa es la naturaleza del artista malagueño: dentro de cada obra preña una metamorfosis constante. Nunca dio una pieza por terminada. Tampoco abandonó definitivamente el más emocional de sus colores: el azul. Su magnetismo, su profundidad, su vacío, su tristeza y su alegría impregnan siempre el resto de los tonos que les contrapone, y es también el color de su mirada. Los ojos de Picasso que se hunden en todo, y en ese azul que, al igual que el mar o el cielo, jamás tiene el mismo destello, el mismo fondo. No sé si Pepe Karmel, Bernard Picasso y José Lebrero, artífices del cambio con el sexto diálogo de la colección del Museo Picasso Málaga con 120 piezas en exposición, están de acuerdo pero de ello parte el excelente trabajo realizado. La disposición temática y cronológica a modo de diario de Picasso, y la conversación de las obras entre el espectador y ellas componen una nueva propuesta de mirar, ver y entender a Picasso como una cabeza que trabaja a la vez en diversas indagaciones. Igual que si fuese un caleidoscopio donde la pintura, la cerámica, el dibujo y la escultura son multiplicaciones de una misma imagen. Cada museo trabaja una reinvención del discurso de sus fondos que atraiga al visitante a un reseteo del mismo, y del espacio que lo contiene. Y esta es la manera con la que el Museo Picasso Málaga se reinicia en un momento donde frente al eco entre nosotros el monólogo de Hamlet: «the time is out of joint» (el tiempo está fuera de quicio), su atmósfera es un higiénico silencio en el que disfrutar como un flaneur entre los cuadros. Observar de cerca, leerlos a lo lejos o desde el centro de la sala, volver hacia un trazo al que no se le ha resuelto el enigma del todo o a deleitarse de nuevo con la gestualidad de un color sin márgenes o especulativo en el espacio. Qué hermoso y difícil gozar así de un encuentro con el arte.

Las estancias de la pintura. Cada una definida por un estado de ánimo que a veces va y viene, igual que un saltimbanqui, y otras se prolonga, se auto psicoanaliza y se expresa, porque Picasso con el arte se sacude las culpas, se libera de los miedos, siente el duelo de la pérdida, conjura la rabia, enciende el deseo, se despoja del mismo, ajusta cuentas, juega a disfrazarse de sus maestros y de sus caprichos, y siempre se reta. Repetirse es el narcicismo o la muerte, preferible la exigencia de ser otros desde uno mismo. El arte, cada etapa, es una estancia en la que vive -de hecho la mayoría están ligadas al lugar de su taller y al paisaje que lo engloba-, y sin duda cada período es una mujer nueva a la que corteja, a la que seduce, a la que comparte a la vez con otra, a la que abandona y cuya huella de su recuerdo sublima cuando evoca. Sólo hay que pensar la metáfora para entenderlo. Es muy evidente en el recorrido pedagógico que ahora ofrece la pinacoteca, a la que unos cuadros regresan y otras la colección innovan. Damas y Caballeros, que bien suena como presentación con la que dirigirse escénicamente a los visitantes que participen en el viaje a través de las miradas de Picasso. 1894 como punto de partida, y en cada estancia una horquilla diferente de años entre los que trabaja y busca el artista, cruzando de habitaciones en el mismo pasillo de la vanguardia. No sabemos si el mismo día pero sí que mientras un cuadro y otro. Prosigue el rumbo con Cubismo:cuerpos, y Cubismo:Bodegones con piezas nuevas como las maravillosas copas de absenta en dibujos y una escultura con el cáliz abierto a modo de una autopsia que congela en bronce el terrón de azúcar en comunión con el alcohol. Es fantástica la conciencia plástica que contiene el sortilegio que expresa la geometría, su forma mental y expansiva, su equilibrio entre fragmento y plenitud. Le siguen a esta concentración poética de la geometría, el clasicismo moderno de los años veinte, inmortales 'Las tres Gracias' en ensimismados grises melancólicos, dando paso a Modelos, Bañistas y Mujeres desafiantes. Justo lo que significaron para Picasso cada una de ellas, lo mismo que cada lenguaje innovador del que se enamoraba y consumaba con placer el malagueño. Una estancia en la que disfrutar su maestría en el desnudo de la línea, en la sensualidad de su recorrido. El dibujo es la llave del arte.

Se lleva puesto en claro el visitante que Picasso es Metamorfosis y abstracción, y asciende de planta donde tienen su alcoba El Minotauro y otros monstruos. Violencia, hedonismo salvaje, el monstruo que ama y anhela ser amado, frente a 'Sueño y mentira de Franco' con bocetos sobre el Guernica, el relato del desgarro del dibujo como grito. Casi un cómic de vanguardia al que acompaña un texto con caligrafía de Picasso que desde lejos de proyecta igual que un tapiz de letra árabe o un mapa con el oleaje del dolor y sus arañazos. De cerca es la intimidad del malagueño desvelada en su grafología: la libertad en los espacios entre las letras, el impulso de la voluntad rebelde e impuesta de la barra que traza la t. Esa fuerza atraída en su reflejo en Dora Maar presente en Miradas Implacables, donde implacable fue también la juventud de María Thérése, una primavera antes de La anatomía del terror y Rostros de guerra y paz que dejaron en el pintor un Bestiario de aquella memoria de la contienda civil española y la Segunda Guerra Mundial, atenuada por los Paisajes Carnales y el Regreso al Mediterráneo. Del 36 a 1960 Picasso frente a su deseo y a sus fantasmas. Hasta alcanzar la liberación de todo con las etapas de Miradas Familiares y El niño sabio. Las estancias de la pintura que pueden interpretarse también como el cuerpo de Picasso: cabeza, corazón, epidermis y sexo. Una etapa con su entramado de venas en conexión y trama, sujetas todas por la vieja consigna de Novalis, «razón y éxtasis», que late en Picasso.

El viejo mago. Es uno de los tres textos a los que se enfrenta el visitante antes de adentrarse en los senderos de la colección. No sabe que en cierto modo el título augura (todo lo que puedas imaginar es real, afirmó el artista) el Tarot Picassiano que encontrará escondido y a la vista -le encantaba al malagueño ésta dualidad en su obra y en su vida lúdica y amorosa- conforme se adentre en la lectura del pasado y del futuro del artista. El Mago y en su envés El Loco en 'Busto de Hombre' de 1965, su autorretrato de posesión de sí mismo, elocuente, emancipado de todo prejuicio, con su camiseta de mar, rico el gesto del color y el vuelo pleno del trazo. Ambos serán imprescindibles para ir entendiendo otros naipes como el de El Sumo Sacerdote de 'Cabeza de hombre' de 1971, poderoso, indulgente, firme en el porte; La Estrella en la espléndida claridad, inspiración y esperanza de María Thérése en 'La siesta'. La Luna en el oleaje de su movimiento y los ojos que lo dicen todo, expresada en 'Bañista' de 1971. Los Enamorados de 'Hombre, Mujer y Niño', unión de fuerza coronada de los opuestos, elegancia en armonía de la vida interior y el mundo de fuera. La Sacerdotisa en magnetismo y desafío con rostro de Dora Maar en su retrato 'Mujer con los brazos levantados' con las manos afiladas entre el aullido y lo oculto. El Diablo tan explícito en 'Bacanal con Minotauro' en aguafuerte el champagne del brindis por el destino y el poder de la seducción. La Emperatriz de 'Mujer en un sillón' con Françoise Gilot, mujer flor de la felicidad. La Torre del colapso, la prisión, la angustia por ganar la libertad a toda costa y dejar el dolor, tan escénica en 'Naturaleza muerta con cráneo y tres erizos' de 1947, cerca de La Muerte en 'Busto de Mujer' de 1948, la guerra enlutada, la sibila de las noches, la gravedad amenazante de su manto en ese velo de gris que envolvió durante ese período la obra de Picasso. Cierran su fascinante tarot La Templanza de 'Jacqueline sentada', de nuevo el equilibrio de los verdes y los malvas, la lujuria asentada y la paciencia uniendo dos opuestos, combinándolos cuidadosamente. Y El Sol que cierra el recorrido -no podía ser otro cuadro el que abrochase el viaje por Picasso- en ese espléndido óleo de 'Niño con una pala' en el que está toda la esencia del pintor: el cubismo, el bodegón, lo clásico, el surrealismo, los ojos, la mirada azul y negra, la ternura rosa, la fuerza, el gesto, el dibujo, el color. Una mano con la pala como cetro, la otra posada en la rodilla. Es muy evidente, debería haber sido su última obra: el niño que sueña ser Emperador, el Emperador que al final se sueña niño.

Picasso pinta como lo que piensa. Lo piensa como lo pregunta. Lo pregunta como lo mira. Lo mira como lo imagina. «Yo no evoluciono, yo soy». Lo dijo el viejo Mago y esta colección es el diario de su prestidigitación con el arte y con la vida.