«Es fácil ser médico, basta conolvidarse de uno mismo»Ernest Hemingway (1899-1961)

La salud física y mental de nuestros profesionales sanitarios se resiente. En condiciones normales de actividad asistencial, el síndrome del profesional quemado ya estaba muy generalizado. Ahora, estamos en contacto con los pacientes, muchas veces sin saber si tiene la enfermedad del covid-19.

Miles de ellos han sido contagiados y bastantes han fallecido. Hablamos no solo de profesionales sanitarios que están trabajando en atención directa, sino también de personal técnico y de administración. El desbordamiento y el sobreesfuerzo han sido de dimensiones inconmensurables; una espectacular avalancha de casos infectados con plantillas limitadas, sobresaturadas con medios y recursos escasos.

Y cada vez la carga de trabajo es mayor. Profesionales sanitarios de las UCI describían así un ambiente laboral casi bélico: trajes de protección que impiden ver y escuchar con claridad, déficit drástico de comunicación, no poder vernos las caras, supresión de la comunicación no verbal (en especial, táctil y gestual), profundo y constante olor a lejía, silencio de los enfermos intubados, puertas siempre cerradas, tiempo limitado en cada box para minimizar la exposición al virus, precariedad material, pacientes que se van apagando, etc. Para atenderles, hay que llevar equipos de protección individual que no están diseñados para usar jornadas enteras durante semanas: bata, guantes dobles o triples, mascarilla quirúrgica, gorro, gafas de pantalla integral que se empañan con facilidad y máscara para todo el rostro.

Las mascarillas y protectores oculares no alcanzaban al 20% de profesionales sanitarios. Algunos han comentado: «Hemos estado desnudos frente al coronavirus». Al terminar la jornada, siempre hay un médico o enfermero llorando. El sufrimiento humano no tiene respuesta, los escucho y me llevo a casa una pequeña parte de su carga emocional (dolor compartido), de su tristeza y de su soledad. ¡Y nosotros somos garantes de la dignidad humana!

Una dignidad fulminada en muchas situaciones que no se han podido evitar y de ahí surgen la rabia, el dolor, el malestar, el resentimiento y el sentimiento de culpabilidad y, finalmente, el “burnout diabólico” que te deja noqueado. Nunca se ha visto tanta ansiedad y angustia invadiendo como una espesa niebla nuestros hospitales y centros geriátricos.

Médicos, enfermeras, auxiliares y personal sanitario, en general, se estuvieron enfrentado a un tsunami de dimensiones siderales con déficit de equipos de protección individual (EPI); miles de pacientes infectados por el covid-19 (pacientes de idéntico diagnóstico: neumonía bilateral provocada por coronavirus), miles de sanitarios infectados, falta de pruebas para todos los profesionales…Y eso afecta de una manera desgarradora y adviertes dificultad para concentrarse y tomar decisiones, bloqueos; además, te quedas en blanco y tienes problemas para memorizar. Y también ocurren las somatizaciones: cefaleas, dolor muscular, trastornos digestivos, insomnio, etc. En fin, una ingente fuente de ansiedad negativa que cristaliza en sentimientos de malestar, preocupación, hipervigilancia, tensión, temor, inseguridad, sensación de pérdida de control y percepción de fuertes cambios fisiológicos. Miedo, miedo y más miedo que convierte los sueños en terror nocturno. Comenta una enfermera: «Cuando veo a tantos pacientes solos, sin recibir visitas, se me rompe el corazón».

Pero también hay que añadir un segundo frente de batalla, que es la familia. Muchos profesionales no pueden ver a su esposo/a, a su pareja, a sus hijos; incluso han contagiado a miembros de su familia, con lo cual el sentimiento de culpabilidad crece hasta límites insospechados, convirtiéndose en una obsesión incompatible con la salud.

En fin, un trabajo extenuante en unas condiciones de máximo estrés (los equipos producen deshidratación y fatiga laboral aumentada) y un presentismo que te convierte directamente en la víctima del burnout diabólico. Una desvitalización que te deja sin energía psíquica (anergia) para ayudar a los pacientes y para recuperarte a ti mismo. El burnout diabólico ha laminado la resiliencia o resistencia fisiológica frente al estrés y te convierte en un zombi, sordo a las emociones (alexitímico) pululando por los pasillos del hospital o por tu propio domicilio. Fernando, un médico de urgencias de cualquier hospital, comenta: «Mis metas quedan cumplidamente satisfechas con el intento de paliar infatigablemente lo que es casi imposible resolver”.

Y el “burnout diabólico” hace su presencia: desde que me levanto por la mañana, arrastro los pies con desánimo, mi mujer me dice que tengo que buscar algo que me motive. ¿Motivarme? ¡No me hagas reír! ¿Y qué puedo hacer? Por supuesto, la organización habrá de ser generosa y sensible en la recuperación integral de tantos profesionales agredidos por este burnout diabólico (gratificaciones, descansos, tiempo, meses sabáticos, etc.). Además, el sanitario tiene que intentar desprenderse de tanta negatividad y recuperar la esperanza.

No tenemos un tratamiento de urgencia. Desmontar este inmenso miedo y esta gigantesca angustia necesita tiempo; pero es posible recuperar la normalidad y la vida después de esta lucha sin cuartel. Centrar nuestra atención en la respiración abdominal facilita la secreción de hormonas como serotonina y endorfinas, relacionadas con el bienestar emocional, al tiempo que mejora la sintonía de los ritmos cerebrales entre ambos hemisferios. Precisamente por eso hay que lograr la parte más positiva de todo lo que vimos, sentimos y experimentamos.

Frases saturadas de buenas palabras son esenciales para cambiar nuestro cerebro y eliminar tóxicos mentales que generan tantas enfermedades y nos conducen a procesos involutivos. Las palabras por sí solas cambian la mente, el estado emocional, activan procesos de pensamiento positivos, reducen la intensidad del dolor y del sufrimiento. Hay que sacar el foco de atención de esos pensamientos negativos que nos están alterando, provocando desánimo, ira, odio, resentimiento, malestar y tristeza. La palabra es una forma de energía vital.

Cuando una persona dice «¡Qué mañana más maravillosa!», se insufla una buena dosis de ilusión y de optimismo. Tal vez, es hora de gritar en lo más profundo de nuestra alma con toda nuestra fuerza: «¡Me gusta la vida! ¡Quiero vivir!».