Mejor es una felicidad temporal, que una eternidad miserable», me susurra San Agustín. Hay días que los atardeceres en Málaga resuenan a versos presos por sus propios poetas; a una luz robada de nuestros sueños pueriles; a un sosiego revestido de incertidumbre el cual te atenaza como un denostado amor.

Añoranza perseverante en este último trimestre de besos apagados, de abrazos evocados, de aceras distanciadas. De pasos sin andar y de músicas no oídas por la gravedad de una época que siempre recordaremos por el ansia de un encuentro.

El tres es la esencia numérica de las esquinas que encajan hacia la confluencia con el convento de San Agustín, en esa antigua calle de los Caballeros, donde el tiempo se detiene y los paseantes volvemos a empedrarnos las pisadas para lograr ese eterno retorno hacia una ciudad única que nos incita a mirar a un cielo agustino siempre expectante.

El entrañable convento, colegio y Facultad de Filosofía y Letras, retoma aire entre fases de inicios a una normalidad anómala para seguir caminando por la memoria de miles de malagueños quienes al contemplarlo se encuentran con la gran puerta de su infancia, de una adolescencia pretérita y de una universidad que nos dio paso a quienes somos.

Este miércoles, tras un largo tiempo de silencio y ostracismo, enmarcado por el recuerdo de cientos de historias, recibe un sí para su reincorporación tardía y convertir este espacio anhelado en unas baldas que nos sigan acunando con el olor de los libros.

Querido Antonio Checa, tu escuela; el colegio de muchas generaciones de malagueños; facultad donde anidaron grandes poetas y en el que, bajo su patio porticado, se iluminaron tantas emociones transformadas en preclaras vidas, reaparece ante la mirada cómplice del Patio de los Naranjos. Bien hallado, de nuevo, San Agustín. Así sea.