Ha hecho viento estos días. Tanto aire que se ha llevado algo de cordura. Lo que el viento se llevó difícilmente lo recuperaremos algún día. Pero estuvo ahí. Floyd quería emocionar al mundo cuando jugaba al baloncesto aún en el bachillerato en Houston. Probablemente le dijo aquello que he leído en la prensa a los dos amigos con los que salía del instituto pensando en ser como Michael Jordan, aunque su volumen muscular le hacía más adecuado para otra posición y no para volar como el superhéroe negro de los Chicago Bulls en la cancha. Muchos años más tarde y algunos sueños destrozados después, lo que le voló fue el cerebro por falta de aire en Minneapolis, aplastado bajo la rodilla de un policía que, quizá, con 18 años también quería emocionar al mundo y terminó convertido en un cacho de carne que presuntamente asesinó durante nueve minutos a un hombre suplicante.

Ambos han emocionado al mundo. Uno de manera dramática y triste y heroica, a su pesar. El otro de manera terrible y asfixiante e intolerable, a voluntad propia. La cortedad, el fracaso, la ignorancia, las frustraciones, la inseguridad y el odio son gasolina social y ropa sucia escondida en la mente por muy vestida que esté por el uniforme, el maquillaje, la toga, la máscara.

La batidora hace tiempo que no puede parar su marcha rápida. Y nadie sabe o quiere arreglarla hasta que el motor se queme. No falta mucho. Trump, Bolsonaro, Duterte son imposibles que se han convertido en realidad. Son el síntoma más irreversible de que los sistemas, cansados, no pueden contener la pandemia. Tampoco la del Covid.

En el mejunje de lo correcto y lo incorrecto, de quienes defienden como vociferantes burgueses investidos de revolucionarios a quienes en otros países siguen muriendo, a esas pobres mujeres; a esas personas negras, latinas, asiáticas; a esos homosexuales y disidentes que matan sólo por serlo, a quienes defienden en casa, sin salir del abrazo protector de la occidentalidad, la confusión está empezando a barrer lo sensato, la libertad y esa otra manera de respirar que favorece la Cultura volviendo a la censura en nombre del paternalismo moderno, de la defensa de quien, en realidad, no necesita semejante protección, y de la indefensión de quien, luego, atrapado en el foco del conflicto más descarnado y real, nadie defiende. Nadie duda de la buena voluntad, pero a ésta se está sumando el sectarismo y cierta presunción de infalibilidad que invalida al otro por sobreprotección o mandato.

'Lo que el viento se llevó' es una gran película -como otros clásicos que deben ser mirados en sus contextos y que hoy podrían ser diseccionados con el bisturí de la censura alegando su incorrección al ser revisados por machismo, alcoholemia, tabaquismo, antisemitismo o indiofobia- Es un peliculón de O'Selznick y Víctor Fleming (y también un poco Cukor y un poco Sam Wood, en fin, una historia€), con una maravillosa música de Max Steiner y con una formidable Hattie Mcdaniel, que se llevó el primer Oscar a una actriz negra aunque tuviera que sentarse aparte del elenco por negra; con una inquietantemente frágil Vivien Leigh, una delicadamente fuerte Olivia de Havilland, un bondadoso y algo tontorrón Leslie Howard o un tipo noble y sinvergüenza como Clark Gable. La defiendo, aunque se intente ahora censurarla. Y a Dios pongo por testigo que no sólo no soy racista por defenderla, sino que empeño mi palabra contra el monstruo blanco que encapucha sus neuronas y enciende la antorcha para arrasar la bondad y la inteligencia y la igualdad de derechos en las que creo, también yo, para respirar.