Llegamos algunos al desconfinamiento impuesto desde las instancias políticas superiores. Desembocamos felizmente en la tan esperada fase 3, en la que una más halagueña perspectiva se nos muestra en el horizonte. Pero hay algo que enturbia esta pretendida desescalada, y lo hace con todo el horror que arrastra consigo un hecho que no puede por menos que zaherir las conciencias de quienes hemos seguido, no sin espanto, una realidad que no puede por menos de resultar terrorífica: las muertes de ancianos en las residencias.

Quienes lo dieron todo a lo largo de sus vidas se encontraron cuando ya columbraban el final con unos gerifaltes que les despreciaron sin conmiseración alguna. No puede por menos de aterrorizarnos lo que ha trascendido sobre lo ocurrido en los geriátricos. Ni las mentes más retorcidas podrían imaginar el alcance nefasto de lo vivido en estas residencias, sálvense las que puedan, que de haberlas haylas. Asustan las cifras -más de 18.000 ancianos, solo en Madrid más de 5.000- sucumbieron en lugares en donde un día concibieron como idóneos para el transcurso final de sus vidas. Caro empeño que la realidad acaba de derrumbar.

En esta emergecia sanitaria que se ha vivido son nuestros mayores los que se han llevado la peor parte. Las residencias, telón de fondo siniestro para miles de vidas que llegaron en ellas a la consunción más extrema. Fueron trágicos los resultados a rebufo de una ausencia de médicos y enfermeros, a las carencias de materiales de protección y sin posibilidad de que los enfermos fuesen derivados a hospitales. Abandonados a su suerte, sin que las administraciones públicas arbitraran medidas oportunas para paliar el abandono en el que se debatían.

Pero el horror no acaba ahí: cuando sus vidas llegaban al punto de no retorno; a saber, cuando exhalaban el último suspiro de vida, sus compañeros de habitación habían de convivir con el cadáver, porque nadie acudía a retirarlo. ¡Espeluznante! No se nos ocurre otro adjetivo más apropiado para enmarcar las escenas que se han vivido en algunos centros de mayores. Buscaron protección y cuidado para el resto de sus días, y se encontraron más pronto que tarde con un final que jamás podrían haber sospechado.

El abandono de las administraciones ha sido tan negligente como funesto. El horror perdurará para siempre entre los pocos que lograron superar el quebranto ocasionado. Alguien tendría que responder de esta tragedia vivida en lugares destinados a encarar la muerte con un decoro que, aquí y ahora, ha brillado por su ausencia.

José Becerra.

Málaga.