Debo empezar confesando que, en el instante preciso en el que ato este manojillo de palabras, mi codo aún no ha saludado a la barra de algún bar. Y no ha sido por falta de ganas. Durante el tortuoso camino que ha precedido a estos encuentros todavía anormales en la tercera fase, el volcán en erupción de mis recuerdos ha jugado a coleccionar los infinitos trayectos que hacen feliz a mi memoria, mientras se apostan sobre la -a priori- poética hierática de los mostradores y los taburetes. Necesitaría varios kilómetros de papel para morir en el intento de hacer inventario de todo lo que le debo a lo vivido en esas penumbras, tan luminosas como cotidianas, a las que ahora se nos ha permitido regresar. Como cualquier joven que a lo Jaime Gil de Biedma vino a llevarse la vida por delante, he sido varias veces campeón olímpico en la modalidad etílica que levanta vidrio sobre barra fija. Y, como tantos cuarentones que se abandonan al disfrute de la paternidad tardía, me he matriculado en la autoescuela imaginaria en la que se aprende a conducir con más prudencia, casi con el freno echado, sin menospreciar el placer que ofrecen esas carreteras de aluminio en las que los prolíficos brindis comiezan a cederle su protagonismo a la inercia de la tertulia.

De vuelta a la impagable deuda contraída a través de las décadas con los acontecimientos que orquestan con fidelidad suprema las barras de los bares, recuerdo a vuela pluma que en un pub de mi pueblo, el Al-Ándalus, soñé despierto que algún día escribiría en los mismos periódicos que me ofrecía el inolvidable Antonio Rosado Villarejo. Y en La Campana de la malagueña calle Granada, que tiene como anfitrión y guardián generoso a Salvador, mi añorado 'tío' y artista inmortal Joaquín Martínez Romero me marcó el camino para que brindara con tres gin tonics escritos por una Wendy llamada Ana María Matute. O en el extinto Ché y tantos otros chambaos atravesados de negra noche, brotó la incalculable amistad que el escritor José Luis González Vera me invita a renovar de vez en cuando ante la sabia ceremonia que oficia Antonio en ese Bar Málaga que juega al escondite con la plaza de la Constitución. Y en las cuatro esquinas paleñas, una interminable jornada de feria, se me apareció en el Pimpi Florida mi eterno amigo Jesús López Santos, un infalible soñador que también está en los cielos. Ante su hechizo nocturno, descubrí el talento irrepetible que ha heredado en forma de legado su hijo Pablo.

Justo aquí, se termina el espacio pero no el viaje. La semana que viene, tanto en este artículo como en la vida misma, seguiré la conversación por donde la había dejado con enormes personas que aguardan cómplices detrás de esas barras que volveré a frecuentar.