Decía Carl Schmitt que no hay transformación de la imagen planetaria de nuestro mundo tan honda y transcendental como la provocada por los navegantes europeos del siglo XVI: cambió la conciencia colectiva de toda la humanidad. Cuando Colón anota en su diario de a bordo «toda la noche oyeron pasar pájaros», intuye la inminencia del avistamiento de tierra firme, sabedor de la experiencia de los navegantes portugueses. Cada una de sus estatuas que estos días se derriban es, ante todo, un hito que simboliza esta revolución en la concepción del espacio, cuyo cénit es dicho avistamiento.

Por una vez, los malagueños estamos de vuelta: fuimos pioneros en tirar estatuas al mar, en recuperarlas y en debatir sobre su significación. Cuando hoy vemos al marqués de Larios en su pedestal, recordamos su papel fundamental en la industrialización pionera de Málaga y en las transformaciones urbanísticas que modelaron la imagen que de ella tenemos hoy. Pero vemos la alegoría del trabajo a sus pies y evocamos el potente mensaje que irradió durante los años de la II República en que reemplazó en lo alto del monumento a su ocupante original, señalando lo injusto de aquella sociedad finisecular que la produjo. Hoy hemos normalizado su contemplación y nos habla con una elocuencia que un manual de historia no puede alcanzar, pero necesitamos cultura para interpretar correctamente los símbolos y aprender de ellos. Quizá sea buen momento para retomar temporalmente aquella propuesta de Agustín Parejo School para la expo'92: bajar al Marqués a la acera, junto a los ciudadanos, y encaramar al Trabajador al pedestal, para que pensemos estas cuestiones en vez de obrar irreflexivamente. Quizá no: tal vez nuestra sociedad no esté madura como la de los 80 para mensajes complejos.