Estaba trabajando en mi artículo semanal, revisando los datos de este modesto texto sobre los retratistas funerarios del Cercano Oriente en el siglo segundo de nuestra Era. Fue en una luminosa mañana de junio, el mes del solsticio amable, el que siempre me ha caído bien. Como siempre me han caído bien los anónimos autores de los retratos de aquellos habitantes de Tebtunis, fallecidos en los tiempos en los que Egipto fue una próspera provincia del Imperio Romano. Los investigadores norteamericanos de la Northwestern University de Illinois habían analizado los diversos pigmentos utilizados en tiempos muy lejanos por aquellos artistas para sus retratos. Entre ellos estaban los extraídos de las hematitas de la isla de Keos, en el Egeo, o del plomo rojizo de las minas de Río Tinto, en la Andalucía atlántica. Los investigadores confirmaron que aquellos pundonorosos pintores decidieron no utilizar la púrpura de Tiro, mucho más cara que el oro. En su lugar, usaron, con muy aceptables resultados, una mezcla de añil y 'Rubia tinctorum'.

Según el profesor Marc Walton y sus colegas, los autores de aquellos retratos funerarios utilizaron con habilidad y provecho las facilidades de las redes del todopoderoso comercio imperial. Los pinceles eran de cola de ardilla y las tabilllas sobre la que se pintaban las facciones del difunto eran de madera de tilo, ambos traídos desde la Europa Central.

Estaba en todo esto cuando en las noticias de las siete de la mañana dieron una información que me pareció de interés. El presentador de la World News de la BBC tenía una buena voz y utilizaba con maestría las resonancias del 'Queen's English', las que fueron siempre las señas de identidad de la augusta casa. Informaban sobre el comercio de órganos humanos que se practica en los campos de refugiados de la atroz guerra civil siria. Nos advirtió el comentarista de que algunas de las imágenes podrían ser muy duras. Entrevistaban a un adolescente sirio que había vendido uno de sus riñones para poder alimentar a su madre y a sus cinco hermanas. Las condiciones sanitarias que rodeaban al donante, en un estado deplorable, eran una pesadilla.

Observé los contrastes entre la cara atormentada de aquel joven y aquellos rostros que fueron pintados hace casi dos milenios sobre unas sencillas tablillas de madera. Las que sus deudos ponían con amor y dolor sobre los rostros momificados de aquellos, mujeres u hombres, jóvenes algunos, ancianos otros. Se percibía en los rasgos de los fallecidos el resplandor de una dignidad otorgada como despedida por los suyos. Nada parecido nos tranquilizaba en la cara del joven sirio. Quizás por haber sido despojado éste tan brutalmente del carácter sagrado que concedemos a todo lo humano. Que nos recuerda la ferocidad maligna de la pandemia del Covid-19, llegada de oriente y demasiado pronto unida a tantos antiguos horrores y a las frívolas insensateces de los ágrafos caudillejos que nos apacientan en estos tiempos siniestros.

«Si Hannah Arendt estudiara el sanchismo, no tardaría ni cinco minutos en concluir que es un mal especialmente banal». Brillante. Lo leí hace una semana en El Mundo, en una crónica de Jorge Bustos. El nombre de Hannah Arendt, mi maestra egregia, nunca ausente y desde siempre reverenciada, me obliga a esta cita.