Estos últimos días, se suceden noticias que incomodan a cualquier ciudadano (y aún más, si cabe, a un monárquico). A S.M. el Rey Emérito le relacionan con una serie de hechos que podrían ser etiquetados, por simplificar, de corrupción. Más allá de las valoraciones sobre su inviolabilidad antes y después de la abdicación, la exclusión de la instrucción de un presunto cohecho y la competencia del Tribunal Supremo para investigar un supuesto blanqueo de capitales en Suiza, el debate público se cierne sobre su figura, un legado histórico que habría sido irremediablemente mancillado y también sobre la propia Monarquía. ¿Pero a quién se pretende juzgar? ¿al Rey o a la Corona?

Empezar diciendo que D. Juan Carlos I ha hecho mucho por España, más que una verdad indiscutible, resulta ser la peor de las defensas porque parece admitir el pecado mientras se pide clemencia. No. D. Juan Carlos I está siendo investigado en un Estado Social Democrático y de Derecho y por tanto deberá contar con todas las garantías para defenderse: también la presunción de inocencia. No pretendo dejar caer al rey emérito. Más bien considero que habrá de enfrentarse a un sistema que él mismo ayudó a instaurar en España. Pero es obvio que, fuera de la sala de un juzgado, esa presunción es menos rigurosa. Al fin y al cabo, la propia Monarquía se ha autoimpuesto un listón muy alto. No hay más que recordar los discursos de Navidad de D. Juan Carlos de 2011 y el de proclamación de D. Felipe VI. Cada vez se entiende mejor aquello de una «Monarquía renovada para un nuevo tiempo». No obstante, es preciso poner el acento en las consecuencias de confundir una instrucción penal con poner en duda nuestra forma de Estado.

Para muchos, es un argumento que fortalece sus aspiraciones republicanas. Para otros, es una confusión inevitable: si el Rey obra mal, la Corona se ve dañada y la Monarquía, cuestionada. Me rebelo contra este falso silogismo socrático. Es necesario distinguir el valor de la institución monárquica, diferenciándolo de las acciones privadas (e incluso presuntamente delictivas) de un miembro de la Familia Real. Si los políticos en una democracia son acusados de corrupción, la democracia se debilita, pero su alter ego, la dictadura, no se nutre, ni se postula como alternativa. Es un signo de madurez democrática distinguir la institución de quien la encarna.

Se da además una curiosa contradicción en la estrategia de los que quieren cambiar la forma del Estado: señalan su personalismo para atacarla y luego refuerzan su naturaleza institucional para impedir la reparación. Es decir, ligan los supuestos errores del rey emérito a la Corona para destruirla, pero no aceptan que el buen hacer de Felipe VI sea capaz de enmendarlos porque «la Monarquía ya está tocada». La trampa dialéctica es evidente. Nuestro rey actual ha sabido despejar cualquier sombra de duda, depurar y modernizar la institución desligándola de cualquier actividad sospechosa anterior, iniciando su propia investigación interna y renunciando a su herencia. La Monarquía no funciona o deja de funcionar por una investigación como ésta. La Monarquía funciona porque sigue demostrando ser válida y útil para servir a España. S.M. D. Felipe es un ejemplo de ello.

Algo que tanto ha servido a España y que forma parte de su ADN desde su nacimiento como el sistema monárquico no debe ser cuestionado por actitudes concretas de quien soporte la corona o la haya soportado en un momento concreto.

Algunos responderán que lo realmente maduro es poder votar regularmente al jefe del Estado como si ello representase un paso más hacia la democracia. «Ya somos mayores de edad y no necesitamos a un rey», dicen. Estoy en desacuerdo. La madurez va de la mano del despojo de algunos complejos: somos tan democráticos que tenemos la capacidad de valorar nuestra historia y signos de identidad permitiendo que en nuestro país convivan democracia y monarquía porque no son contradictorias. Más aún: una facilita y es garante de la otra. En definitiva, no nos sentimos menos democracia del mismo modo que el Reino Unido, Suecia, Noruega, Países Bajos, Bélgica o Dinamarca no se ponen en duda a sí mismos.

Otros, con más tino, juzgarán que es imposible disociar la institución de la persona, porque los reyes han hecho que la Monarquía sea muy personalista. Algo de razón tienen. Probablemente el pecado original de este sistema sea presentarse como un referente moral e infalible. Lo cierto es que la moral cambia con el tiempo y los reinados son largos. Por otro lado, mientras el rey sea humano, humana será la Corona y como tal, imperfecta. Esperar que una persona se comporte con inmaculada corrección desde el nacimiento hasta la muerte es casi impensable. Aun así, con sus posibles imperfecciones, sigue siendo el mejor de los sistemas.

La Monarquía, en cambio, debe fortalecerse y legitimarse cada día por su servicio al país. Una labor que desafortunadamente en ocasiones se relega a un segundo plano. Se pone el acento en bodas, bautizos y vacaciones en Mallorca, pero es necesario saber que la Corona tiene el potencial de dar estabilidad al país, de hondar en nuestras raíces e identidad nacional, que es garante de la democracia y la Constitución, y que vigoriza nuestras relaciones internacionales como ningún otro órgano del Estado puede hacerlo. Lo que no parece un referente de madurez es que muchos españoles conozcan todos los rumores íntimos a la vez que preguntan abiertamente, sin ruborizarse y con arrogante ignorancia: «¿y el Rey qué hace?».

Si caemos en ese juego, si aquéllos que valoramos nuestra actual forma de Estado claudicamos en la defensa de la institución por no saber defender al extitular, estaremos allanando el advenimiento de la República. Que tengan cuidado aquéllos que no son decididamente republicanos en dar un paso atrás en la defensa de la monarquía porque, perdida ésta, será difícil de recuperar. D. Juan Carlos I podrá salir victorioso o perjudicado de una eventual batalla judicial, pero si eso sirve para debilitar a la Corona, perdemos todos. Los republicanos seguirán siendo republicanos, los monárquicos continuarán siendo monárquicos, pero tantos otros españoles indiferentes ante esta cuestión podrán inclinar la balanza. Por todo ello, urge madurar como sociedad y distinguir al rey de su Corona y entonces, sólo entonces, juzgar las bondades morales y legales del primero, y el servicio a España y valor histórico del segundo.