Comencemos aclarando a qué tipo de banco se alude en el título de este artículo, de manera que no haya equívocos: se trata de un banco de los de sentarse. Aunque, bien pensado, puede que este preámbulo no sea más que un chiste fácil e innecesario, ya que las historias de los bancos de la otra clase nunca son tristes, al menos para sí mismos. Sea como fuere, nuestro protagonista estaba imbuido del espíritu de los pioneros, ya que todo urbanista bienintencionado les envía como avanzadilla en la noble misión de recuperar para el ciudadano lo que un día perteneció al automóvil. Así, las incipientes superficies pavimentadas con piedras nobles que sustituyen al asfalto se dotan generosamente de mobiliario urbano y promesas de árboles, con la esperanza de que los niños, abuelos y parejas de enamorados que habitan las infografías que justificaron la inversión terminen por materializarse sobre el terreno. No siempre las cosas salen como se planearon, pero, a veces, el resultado se le parece y nuestro banco acabó recibiendo a sus primeros ocupantes. Tras ellos, llegó un empresario de hostelería con el no menos noble fin de dinamizar económicamente la zona, interesándose por el local comercial vacante frente al que fue ubicado el protagonista de estas líneas; cuál fue el pensamiento del titular del negocio al trazar con su mente la futura distribución de las mesas en el suelo público entra ya en el campo de la conjetura. Lo cierto es que, al poco, usuarios del banco y comensales del floreciente local pudieron gozar de una excesiva proximidad que no tardaría en volverse incómoda, tras propiciar conversaciones cruzadas como ésta: -Que aproveche. -Ejem. ¿Usted gusta? -No, gracias. Pero qué buena pinta tienen.

Un día, el banco se esfumó. Lo que pasó también es pura conjetura.