El conserje de las estaciones decretó el verano en los almanaques y trepó por la escalera del sol para anudarle una mascarilla en sus orejas.

De repente, había desaparecido la sobredosis iniciática que derrama el perfume a juventud achicharrada de las hogueras de San Juan.

Ciertos hoteles aún hibernaban en los confines dormidos que delimitaban los mapas excepcionales de sus cerraduras.

El estío le prestó el título a una película de ciencia ficción cuando las siestas de julio renunciaron a pedalear durante las odiseas televisadas del Tour de Francia.

La reina de los mares emergía de su trono popular, en soledad, frente a orillas a las que le habían arrebatado sus ovaciones multitudinarias.

Agosto se sugería tímido en un rincón del calendario que le había bajado la voz a los altavoces de las verbenas.

Los gritos en off también proclamaban el corte de las carreteras en las que tropiezan felices los coches de choque. Las norias fueron temporalmente expulsadas del reino de los cielos...

Cuando este sueño escribió su epílogo, yo seguía despierto.

Y, a pesar de todo, el verano despuntaba al otro lado de la ventana. La calle se empeñaba un año más en tomarle el pulso al estío, que -embutido en su disfraz de estación alegre y desinhibida- se buscaba la vida para no derretirse.

Sobre las barandillas de los paseos marítimos, el verano opositaba para hospedarse como de costumbre en las terrazas de nuestros estados de ánimo.